El cuarto propio de Aroa Moreno

 

 

 

 

 

Esta no es mi habitación propia, pero fue una habitación

 

 

Son las cinco de la mañana, las únicas horas del día que consigo arañar al tiempo para escribir. Y sé que esta será una de las últimas veces que me despierte en esta casa. La casa a la que llegué con mi hijo Pablo en brazos desde el hospital a finales de marzo de 2016. La casa donde terminé mi primera novela. Donde tuvimos todo el espacio, pero muchos de nuestros libros siguieron metidos en cajas en un trastero. Le digo adiós sin pena, nunca nos acostumbramos a ella. A su barrio frío, donde pegan los vientos de El Pardo, el sapo flácido en el paseo, la humedad del jardín bajo nuestros pies, los ciervos al otro lado de la verja que delimita la casa de un señor que se dice rey de algún lugar, a su no ser una ciudad ni un campo. Adiós a su arrogancia de perímetro acotado. El pequeño Beverly Hills de Madrid, dice un periódico. Sombra y todo en orden.

            Pero había algo, para nosotros, que llegamos del centro, donde las tardes se gastaban mucho antes. Y era la luz. Los árboles desde la cocina contra el amanecer. Había horizonte. Aquí estaba todo lo fácil: el coche en el garaje, la rampa para el carro, la sonrisa de Aziz abriéndonos la puerta, ni un niño estaba más despeinado que otro, silencio para leer. Una piscina, flotar en verano. Nadie llamaba a nuestro timbre. Huimos acaso del plan constante. Pero, ¿por qué no la quise? ¿Por qué no pertenecíamos? Aquí llegamos buscando un espacio para escribir. Y ahora, desagradecidos, nos marchamos.

            Hice todo lo que pude, lo juro. Salí a escribir a la terraza. Saludé a las otras madres. ¡Busqué que me respondieran! Y me aprendí el nombre de todas las cuidadoras de hijos: Latifa, Verónica, Fátima, Virginia. Compañeras de la mañana. Y solo a veces, las nubes, el balanceo en el columpio y las constelaciones por fin y no el recorte cerrado sobre mi antiguo patio, me hacían feliz. Coloqué todos las cosas que amo en el despacho, la catrina y el pequeño altar, los recuerdos enmarcados, uno a uno. Puse guirnaldas en la habitación del niño, las plantas crecieron, pero algunas madrugadas, soñaba que me marchaba con el sonido del 162 anunciando su destino: Madrid.

 

 

 

 

 

 

            La maternidad, aquí lo supe, aunque nunca he vuelto a estar sola desde entonces, se convirtió en uno de los periodos más solitarios de mi vida. Y mi mesa de trabajo, en una montaña de papeles, cuadernos, biberones y una pequeña pantalla, junto a la pantalla grande, por donde vigilaba la respiración de mi hijo. Durante el verano de 2016, mi editora cambió la fecha de publicación, la novela tenía que estar en septiembre. Y yo tenía un bebé de apenas tres meses todo el día en brazos. Mi cerebro, que empiezo a sospechar que es ahora, dos años después, cuando empieza a recuperarse de la revolución, de lo que supone trasladar el centro de tu vida a un cuerpo pequeño, estaba siempre ahí, vigilante, mientras estaba despierto y mientras estaba dormido. Fueron meses de alerta permanente. Cada uno arrastra sus terrores. Lo que fui yo siendo madre aquel verano, lo que fui yo tratando de escribir, fue la imagen hecha mujer de la frustración del deseo de controlarlo todo.

            Y, aunque conseguía encerrarme, cuando fuera, sentía como si los dedos, los que teclean, no estuvieran conectados con todo lo que antes me resultaba tan sencillo. Bastaba un lamento del bebé para que yo dejara de escribir, saliera del texto y fuese a consolarlo. Si antes escribía a cualquier hora y en cualquier parte, sobre el sofá, en los bares de Malasaña, en la mesa de la cocina, aquel arco grande centenario como ventana y el viejo tango del vecino argentino subiendo por el jazmín, ahora tenía que hacerlo encerrada en una habitación. Este era mi escenario y no había otro. Porque el resto de la casa era suyo. Tras la puerta, la casa era mi hijo. Y el combate seguía ahí delante, intacto y en mi mano: sentarme frente a la pantalla y avanzar.

            Todo lo que antes necesitaba, el vaso con agua o la copa de vino, las flores sobre la mesa, habían desaparecido. Miraba la pared: la fotografía triste de Frida Kahlo, el pequeño cuadro que Sandra me trajo de Argentina cuando vivíamos en México, el cartel reducido de Bodas de sangre con su fecha en alemán, 30. Juni 2003, no me acompañaban. Eso era otra vida y yo solo tenía que medirme, ser una madre y la literatura.

            Una tarde, paseando, siempre los mismos árboles y aceras, cruzando el rumor constante de la circunvalación, el padre de mi hijo quiso tranquilizarme: ya lo publicarás, no te agobies. Eso dijo. Una palabra detrás de la otra. Y como un resorte, como una imagen poderosa en la que estoy yo diciendo adiós a un tren que ya conozco y que se marcha dejándome con el niño en brazos en el andén, respondí: no, es ahora. Y aprendí a revisar las palabras. Aprendí a escribir a intervalos de diez minutos. A entrar y salir de la habitación y del texto como un pintor que tiene que esperar a que seque el óleo. Y, desde entonces, desde aquel punto final, desde el verano de hace un verano, hemos querido marcharnos.

Lo único que sé de esta casa, de esta habitación desde la que ahora escribo, cuando empieza a amanecer y la vida real se levanta y te sonríe y te besa, lo que amaré con profundidad cuando el tiempo pase, es que regresaré a su puerta para decirle a Pablo: esta fue tu casa durante los dos primeros años de tu vida. Aquí echaste a caminar. Aquí mi alegría más grande y mi terror más profundo. Aquí terminé mi primera novela. Aquí nos conocimos: tú y yo. Este fue nuestro primer paisaje.

 

 

*

 

 

Aroa Moreno Durán nació en Madrid en 1981. Estudió Periodismo en la Universidad Complutense, especialista en Información Internacional y Países del Sur. Ha publicado los libros de poemas Veinte años sin lápices nuevos (Alumbre, 2009) y Jet lag (Baile del Sol, 2016). Es autora de las biografías de Frida Kahlo, Viva la vida, y de Federico García Lorca, La valiente alegría (ambas en Difusión, 2011). La hija del comunista, premio Ojo Crítico de Narrativa 2017, es su primera novela.

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