Sharon Olds
Como otras gemelas idénticas, se pueden
distinguir mejor en la adultez.
Una es rápida para fruncir su ceño,
su cerebro, su inteligencia ágil. La otra
sueña dentro de una constelación,
pecas de Orión. Nacieron cuando tenía trece,
se levantaron en mitad de mi pecho,
ahora tienen cuarenta, sabias, generosas.
Estoy dentro de ellas –de alguna manera, debajo de ellas,
o las llevo conmigo–, viví tantos años sin ellas.
No puedo decir que soy ellas, aunque sus sentimientos son casi
los míos, como con alguien que uno ama. Ellas parecen,
para mí, un regalo que tengo que dar.
Dicen que los chicos veneran su categoría del
ser, que por ellas casi llegan a morir de hambre,
eso no se me escapaba, y algunos jóvenes
las amaron de la forma en que uno mismo quisiera ser amado.
Todo el año han estado llamando a mi esposo que partió,
cantándole como un par de sirenas
empapadas sobre una piedra áspera.
No pueden creer que él las haya dejado, no está en su
vocabulario, ellas –hechas
de promesas– literalmente son como votos cumplidos.
A veces, ahora, las tomo por un momento,
una en cada mano, viudas gemelas,
pesadas con pena. Fueron un regalo para mí,
y entonces eran nuestras, como infantes sedientas
de entusiasmo y abundancia. Y ahora estamos de nuevo
en esta estación, la misma semana
en que él se mudó. ¿No les susurró:
“Espérenme aquí un año”? No.
Él dijo: “Que Dios esté contigo, que Dios
esté contigo, a-Dios, por el resto
de esta vida y por la larga nada”. Y ellas no
entienden el lenguaje, lo están esperando.
¡Cristo! Son estúpidas, ni siquiera
saben que son mortales –tierno, supongo,
refrescante vivir con ello–, seres sin
conciencia de la muerte, criaturas de ignorante sufrimiento.