Cinco voces-surco II: Chantal Maillard

La poeta Chantal Maillard.

 

La poeta Chantal Maillard.

La poeta Chantal Maillard.

 

 

Donde el otro

 

Conocí a Chantal Maillard, por así decirlo, en una catedral. Sí. Lo cierto es que leí por primera vez a Chantal Maillard en la escalera de la catedral de Barcelona. Esa tarde (la tarde de un sábado, tal vez en el año 2005) había comprado Matar a Platón en la librería Pròleg. En esa época mi vida era. No quiero decir qué. Apenas era. Como tantas otras veces, se re-hacía. La tarde se estiraba, hacía sol, y yo me senté en las escalinatas, frente a los turistas, saqué el libro de la bolsa y leí sin contar el tiempo y escribí luego, en un cuaderno, algo parecido a un poema. El poema era un signo de la gratitud intuida, inabarcable. El poema, aquel poema, era reflejo de mi propia soledad adornada (por tanto, ahora lo veo, completamente prescindible), y además fue el último poema que escribí en mucho tiempo, pero lo que importaba ahí no era yo, no era el yo (y nunca más lo fue, a causa de ella): tan solo era. Como había ocurrido otras veces, gracias a otras lecturas. A otras mujeres que escribieron. Que hicieron incisión pequeña y mecha y sondearon hasta dónde. Porque no, no hay confín, pero la tierra. Vivimos en ella y en ella arañamos las herencias sobreras, venenosas, indeseables. Chantal Maillard (estoy segura) sabe que hay una manera de decir que no tiene más espina que la espina. Y ahí estaba. En esa armadura escuálida, en esa osamenta. Decir lo que acontece: no lo que es, sino lo que acontece. El acontecer escapa y ella lo apresa, trata de apresarlo, trata de tratar de apresar el acontecer. De eso, en cierto modo, trata Chantal Maillard. Toda la vida jugando a la permanencia y entonces, más allá de la posible línea divisoria, viene una mujer y dice: el acontecer. Viene una mujer y dice: la compasión. Los otros. Y no solo lo dice: ella aparece. Comparece. (Entonces, nosotros, entre corchetes, nos callamos. Y adviene la escucha lejana. Somos otra vez lobos. Otra vez escindidos. Y plenos)

**

El Café Doré nos recordaba a Chantal Maillard. El Café Doré nos recordaba a un poema de Chantal Maillard, a un verso: el que dice que la herida se esquivó, que alcanzó ¿a otro? El que dice que esa herida en el otro existe y por extensión también existe en nosotras. Vi algo caer. Lo entendimos tan bien que tuvimos que ir a beber y comer al café Doré, tuvimos que ir, especialmente, a nutrirnos al Café Doré y desde ahí enlazar los dedos, el ansia, las manos, y en el Café Doré mirar las imágenes de las mujeres y los hombres de las mesas recostadas, el perfil de actrices y de actores muertos hace tantos años en el plafón del techo. Lo entendimos tan bien que tuvimos que ir a beber y a nutrirnos y entonces explicar sin explicar tal vez la contingencia, el desamparo, las pocas palabras que nos quedan.

Referencias:

 

Web de la autora.

Nieto, Lola: Siamesas, en Revista Kokoro número 2:  y Extrañiaturas (Scott Walker y Chantal Maillard), en Revista Kokoro número 5.


 

 

Llevo acostada largo tiempo

en la orilla. Mis pechos

son colinas cubiertas de hoja seca.

Levanto la cabeza y me contemplo:

en mis muslos el vello a punto de ser vello,

me incorporo: la hierba a punto de ser hierba,

doy un paso y despierto al agua

a punto de ser agua,

se asusta un ave negra a punto de ser ave a punto

de ser negra…

Un resplandor me ciega:

el bosque me contempla, a punto de ser bosque,

a punto de ser tuya.

De Hainuwele (1990)

 

 

Las lágrimas de Kali

 

I

Que nadie me mire:

caerá fulminado;

que nadie se aproxime,

que nadie me requiera:

contestaré con el rayo,

con la espada

o el detonador

de un arma mortífera.

En mi parcela de universo

yo soy Siva,

soy Kali,

la destructora,

no la cólera de Dios,

no,

sin cólera,

sin rencor,

sin venganza,

sin justicia,

soy la gran destructora cuya furia

no se aplaca,

mi mundo,

el que yo he creado,

desaparece entre las llamas

que brotan de mis pies.

Danzo descalza sobre mis enemigos,

¡No pronunciéis mi nombre!

¡Cuidad de no pronunciarlo!

La voz se os quebraría en la boca

y escupiríais diamantes

como si fuesen un volcán vuestras entrañas.

Que nada se mueva: todo

lo que se agite se disolverá

en su propio aleteo.

No es justicia,

no es némesis,

es la pura Soledad

que se asume a sí misma

y se quiere y respeta

la voluntad de ser

de ser una,

una sola,

de ser única.

Yo soy Kali,

la destructora,

la oscura,

la del collar de calaveras,

la bebedora de sangre,

la solitaria.

La fuerza del universo

es el sonido de mis armas

y no hay perdón ni hay

remordimiento

porque no hay ofensa ni ofendido,

ni culpa ni culpable,

hay tan sólo un mundo acumulado

bajo las plantas de mis pies

y no lamento el final desgraciado

de algunos,

ni el argumento que fue felizmente

resuelto,

no lamento el final de todas

las historias

pues yo soy el principio

y el fin de todas ellas.

Yo soy Kali la oscura,

la terrible,

la bella,

la que construye el tiempo

contando sus víctimas.

 

Yo soy la que,

más tarde,

al despuntar el día,

contemplará los despojos

humeantes de aquel mundo

que fue suyo

y llorará despacio,

a escondidas de sí misma.

 

 

II

He declarado la guerra a todos mis enemigos.

Me he declarado la guerra a mí misma.

He declarado la guerra al mí.

Alejaos.

Temedme.

Por ahora sois aún los objetos del mí.

Sois el otro que me habita y me recorre

con oriflamas alzados donde dice

«Éste es el Pabellón de las Delicias»,

«Éste es el Palacio del Terror».

Todos sois ejércitos

y lugares,

a la vez ejércitos

y a la vez lugares,

sois el mí que acude a vosotros

para odiaros o para desearos.

Cuando termine esta guerra

-si alguna vez termina-

podremos conversar

y tal vez amarnos,

podremos jugar a aquel juego

que consiste en abrir distancias

y volver a cerrarlas

sabiendo que no existe

ni el cerrar,

ni el abrir,

ni ninguna distancia.

 

 

III

Sólo lo imposible me enamora.

¡Le declaro la guerra a lo imposible!

Decreto la desorganización

de las jerarquías,

la decadencia de la

verticalidad.

Absuelvo la superficie.

Asumiré, en pago,

la desaparición del vértigo

y el temblor de la espera.

Sea.

Hasta que crezca el horizonte.

Para cuidar

su crecimiento.

Sea.

 

Tal vez más tarde el vértigo

sea constante.

Tal vez el temblor

arranque del presente.

Sé lo intensa que es

la vida dentro de las cosas.

¡En superficie, todas!

 

¡Declaro la guerra a lo posible

y a lo imposible!

¡Declaro la guerra

a la voluntad de logro!

Mi voluntad sin objeto

estalla como el trueno

y arrastra

los tiempos venideros

y el pasado

como un eco. Las montañas

me reciben con esa tenebrosa

densidad que prepara las tormentas.

A mi paso se inclinan

las hierbas y las bestias y

no hay lugar donde pueda

resguardarse

un corazón sensible

o tierno o malherido.

A la des-esperación

sucede el trueno.

No espero: actúo.

La tierra es el espacio del combate,

mis pisadas levantan el polvo

como una manada de búfalos

en estampida. No hay objeto

para mi acción,

no construyo

para un futuro.

Soy la que dice No

y en la soledad se consagra

como fuerza infinita,

al fin reabsorbida,

al fin libre.

 

 

IV

Yo soy Kali,

la oscura,

la del collar de calaveras,

la que nunca duerme,

la despiadada,

la guerrera,

la amante destructora

cuyo pie se apoya

en la posibilidad

de sí misma,

la posibilidad

siempre igual a sí misma.

He trocado

la cuerda del ahorcado

por el collar de calaveras

y frente a cualquier tú expreso

la libertad primera:

ningún deseo,

ningún lamento

ocupará el lugar

donde pueda surgir la ira,

o la fuerza,

o la calma,

las formas del Poder que se alimenta

de la gran Soledad.

Yo soy la que no es,

la Sola,

la que arranca de sí misma,

aquella que aprendió a cortar

una lágrima

con el filo de su espada

sin que en su acero permanezca

ni un rastro de humedad.

Soy la que nunca más

derramará una lágrima

porque nada posee salvo

su propia fuerza.

 

 

V

Heme aquí raíz,

savia de impulsos ascendentes,

madre aún,

posible siempre,

anticipada gestación

de un porvenir intruso

en un presente

que desestima el valor

de nacer a sí mismo de nuevo.

Heme aquí clavando

mis ojos

de savia encarcelada

en los troncos vacíos de los árboles

heme aquí creyendo,

queriendo creer

en la impostura de las ruinas,

el candor del desastre,

la calidez del humo en los rescoldos.

Heme aquí,

heme aquí,

he aquí que me atrevo

a creer en las ruinas.

 

 

¡Me atrevo a creer en las ruinas!

 

De Conjuros (1996)

 

 

Sin embargo,

sin embargo,

sin embargo… No me

fío de mí. Nada es

permanente. Menos

lo es la palabra. Esto

tampoco,

esto tampoco,

esto tampoco. No me fío,

no te fíes de quien

dice, de quien

habla, de lo que se

dice, de lo que dices,

de lo que digo,

no me fíes,

no te fío.

La lucidez es una chispa, un

estado de conciencia

en las multiplicadas estancias

de la conciencia o que hacen

conciencia, las estancias

que se alargan, se prolongan, se

continúan, y así

se le llama conciencia

a aquella continuidad.

No me fío, no te

fíes de las estancias,

se estrechan,

se acortan,

se invaden,

desaparecen,

la lucidez es un instante

entre estancias,

ventanas en la mónada que

si permanece bajo

la luz del foco se hace estancia,

también ella, y sufre

las mismas convulsiones.

Sin embargo,

sin embargo,

sin embargo… lo

que intuyo ahora

se borrará mañana,

luego,

ahora,

apenas se haga pensamiento,

conciencia: estancia. Atrapamos

la sensación que invade las entrañas,

muy abajo,

muy adentro,

muy homogénea, la atrapamos

y la hacemos eso: «sensación»,

la nombramos,

la describimos… la perdemos. Ya

no es ella, ya no es eso, ya no es.

Aún está allí pero

no es lo que digo,

lo es apenas,

no es lo que oís,

no es eso, no

os fiéis,

no me fíes,

no te fío.

 

De nuevo cae la tarde,

mengua la luz.

Los colores del otoño vienen del oeste,

decía aquel poeta chino.

El mundo está en mí.

No me apartaré.

Acojo todos los colores, el

estío dentro de mi otoño,

porque sé que no

hay fin, que no habrá término.

Todo comienza y termina en mí.

Yo soy el infinito proyecto de mí misma

por encima de mí

me sobrevuelo.

 

De Lógica borrosa (1997)

 

 

No existe el infinito:

el infinito es la sorpresa de los límites.

Alguien constata su impotencia

y luego la prolonga más allá de la imagen, en la idea,

y nace el infinito.

El infinito es el dolor

de la razón que asalta nuestro cuerpo.

No existe el infinito, pero sí el instante:

abierto, atemporal, intenso, dilatado, sólido;

en él un gesto se hace eterno.

Un gesto es un trayecto y una trayectoria,

un estuario, un delta de cuerpos que confluyen,

más que trayecto un punto, un estallido,

un gesto no es inicio ni término de nada,

no hay voluntad en el gesto, sino impacto;

un gesto no se hace: acontece.

Y cuando algo acontece no hay escapatoria:

toda mirada tiene lugar en el destello,

toda voz es un signo, toda palabra forma

parte del mismo texto.

De Matar a Platón (2004)

 

 

Y de nuevo las manos.

Estrábicas a ratos

ovilladas,

enmarañadas

o en dique represando

en oleadas de vértigo

la frente.

 

Cual excedido.

Ofuscado. Trémulo.

Dispersos, los hilos.

Sin hilo, es probable.

Líneas de suspensión tan sólo.

Puntos. De fuga.

 

Cual sin uñas que morder.

Treinta años mordiendo.

Al menos.

 

De Hilos seguido de Cual (2007)

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