Después de cada guerra, alguien tiene que barrer

 

Fotografía de Mariña Sánchez Testas.

 

 

En las paredes de mi despacho tengo colgados poemas, como en una antología extemporánea de cosas que es importante recordar cada día. Ahí están esos versos de Emily Dickinson que recuerdan que cualquier lugar puede ser una pradera si se juntan los elementos adecuados; esos otros en los que Abdellatif Laâbi dice que no son los más fuertes, sino todo lo contrario, quienes soportan la carga del mundo; aquellos en los que Claes Anderson nos previene contra alguna de la gente de la que no nos debemos fiar; o esa cita de Emilia Pardo Bazán sobre las batallas que vale la pena dar y las que no.

Pero, sobre todo, desde hace un par de meses, ocupa un lugar de honor – un trozo de pared que se ve, todo el tiempo, desde la mesa de trabajo– un poema de Wislawa Szymborska. Ese que empieza diciendo: “Después de cada guerra / alguien tiene que barrer. / No se van a ordenar solas las cosas, / digo yo”.

Estas últimas semanas, todo el mundo ha estado hablando de nuestras “guerras”. Titulares y conversaciones de bar, telediarios y frases al paso: qué tal nos llevábamos en los pasillos y despachos de Podemos ha sido uno de los temas de la temporada. Como voyeurs, o hasta como guionistas, quien más o quien menos opinaba sobre las razones, desarrollos y posibles soluciones de lo que nos iba pasando.

Allá donde una iba, le preguntaban: “Pero entonces, ¿es verdad? ¿Hay esas peleas que se cuentan?” “Bueno, por supuesto que son verdad”, se esforzaba una en explicar, “pero no del modo en que se cuentan”. Por supuesto que en una organización política hay diferencias y discusiones; y por supuesto que en un entorno de trabajo –máxime en uno de tan alta intensidad emocional y vital como este–  esas diferencias y discusiones pueden teñir mucho los días. Pero donde siempre he querido poner el matiz es en que no se trata tanto de complots, estrategias y tramas propias de “House of Cards”, como del inevitable factor humano. “Mucho más que Maquiavelo, nos explican Shakespeare y Freud”, suele decir un amigo.

Claro que todas, todos, tenemos que pelear contra la natural tendencia a juntarnos con los afines más que escuchar a quienes nos rebaten.
Claro que todas, todos, tenemos que ponerle empeño para hacer las cosas participadamente en vez de imponer, en la medida de nuestras posibilidades, cada una de nuestras certezas.
Claro que todas, todos somos a veces cerriles, tozudos, egoístas, competitivos, interesadas.

Como en todas partes, las discusiones se dan y las inercias las enquistan. El problema es que aquí son decisivas y pueden afectar radicalmente al futuro de nuestro país. Y el otro problema es que aquí  esas discusiones las cuentan los periódicos, hasta el punto a veces de condicionar nuestra propia vivencia.

Que tire la primera piedra quien a veces no elija enfadarse en vez de comprender.
Que tire la primera piedra quien a veces no encone el malentendido por sentirse más fuerte.
Que tire la primera piedra quien no sienta a veces la tentación de refugiarse en pequeñas comunidades de comprensión y cariño; quien no trate de protegerlas.

En estas semanas, además de colgarlo en la pared, mandé el poema de Szymborska a algunas personas. Algunas lo hicieron suyo de inmediato, la mente puesta en ese momento en el que esas inercias dejarian paso a la necesidad de barrer. Alguien, sin embargo, me hizo pensar mucho, diciéndome: “Qué grandiolocuente. Esto nuestro no son guerras, basta ya de tanta épica del desastre”. Tenía razón, aunque yo lo veía a la inversa. Lo que yo entreveía y entreveo en las palabras de Wislawa, que las escribió en medio de guerras de verdad, con muertos y desgracias, era por un lado, precisamente, la relativización de nuestras rencillas. Y, por otro, la belleza del sencillo gesto de barrer. El recuerdo de que destruir es rápido y sencillo: solo requiere un movimiento certero de violencia. Pero construir, reconstruir, es la tarea inacabable que puede llevar vidas enteras.

Ha llegado a nuestra casa el tiempo de barrer, de construir. Y esto requiere cambiar el chip, superar ciertas inercias. Ser mejores personas, se podría decir. Pero ocurre que, en política, algunas de las cosas con las que se inicia este tiempo son bastante feas. Ocurre, por ejemplo, que en este oficio los puestos de trabajo son de confianza y para una misión. Esto implica que, tras unas elecciones, hay cambios de plantilla. Y esto supone dolor y pena; así como la necesaria responsabilidad, para quien le toque, de hacer las cosas lo mejor posible. Pero el factor humano, Shakespeare y Freud, entran también en juego aquí, y no es fácil salir de las inercias de la guerra. Es evidente que quien tiene que llevar a cabo el proyecto que ha ganado unas elecciones tiene que hacerlo con un equipo en el que crea: nadie le pediría a Rajoy que gobernase con los ministros de otro; y hasta los directores de instituto o de hospital eligen con qué compañeros configurar sus juntas directivas. Sin embargo, los periódicos y los telediarios resucitan cada día nuestros impulsos de guerra, condicionando el modo en que entendemos las cosas.

Ocurre también, en este oficio, que todo es simbólico. El cargo, el escaño, el nombre, significan cosas. Será el tiempo de barrer, pero el caso es que todos queremos ser jefe de barrenderos. Me acordaba mucho últimamente de un capítulo de Camera Café, esa serie que hace sketchs en torno a la máquina de bebidas de una oficina. Era uno en el que a la última de las trabajadoras de la empresa le daban un ascenso por error, desencadenando una cadena en la que cada cual tenía que tener un cargo más alto que el anterior, y se iban nombrando faraones, emperadores y concubinas.

Pero podemos reírnos, pero, de nuevo, a ver quién tira la primera piedra. El ego, los deseos, las competitividades, están en todos y cada uno de los cuerpos. Tenemos por un lado la sana voluntad de ocupar un espacio desde el que podamos hacer las cosas por las que valió la pena meternos en este lío. Pero tenemos, por otro, también la menos sana –por legítima que sea– necesidad de alimentar o calmar un ego que, por lo demás, en este entorno se ve potenciado por todas las dinámicas. Como la diferencia entre querer escribir o querer ser escritor, deberíamos quizá andar todo el rato cuestionándonos los verdaderos motivos que laten detrás de nuestros empeños.

Porque es el tiempo de construir y nuestras pequeñas derivas humanas importan. Importa que quien ha ganado los procesos sepa tener la generosidad de reconocer las virtudes del otro e incorporarlas; e importa que quien ha perdido los procesos sepa mantener a raya el orgullo y dejarse incorporar. Importan la empatía para entender las situaciones ajenas y la voluntad  que permite los acuerdos. Importa que la racionalidad no borre las emociones, pero también su viceversa. Importan más que nunca los abrazos sinceros y las conversaciones complejas.

En una de las tardenoches de ocio después de acabar campañas y procesos me ocurrió una de esas revelaciones que, aunque evidentes, a veces explican todo lo que en un momento dado necesitamos explicar. Estaba yo charlando con nuestra compañera Pilar, celebrando el trabajo hecho y pensando en el que queda por hacer. Nuestra compañera Pilar es sorda, así que la conversación se daba de modo tal que yo la miraba a ella –reíamos, nos abrazábamos, reflexionábamos– pero las palabras que iba dibujando con las manos me las traducía al oído, entre el alboroto de la fiesta, una de sus intérpretes. Cuando acabó la conversación y me iba, al girarme, quedé de frente con la intérprete. Y me di cuenta de que no sabía su nombre, no habíamos hablado nunca, no tenía la menor idea de su trayectoria, sus ideas o su sentir. Y tampoco lo iba a tener en ese momento, porque Pilar ya estaba charlando con otra persona y la necesitaba.

Pero me dio tiempo al menos, con la efusividad que dan las copas que ya me había tomado, a esbozarle –no sé si me entendió entre el barullo– el relámpago que se me acababa de cruzar: “Gracias por todo. Sois un ejemplo. Vosotras sí que sabéis lo que es estar detrás.

Tenemos que saber estar detrás. Nos va la vida en ello.

Pero que tire la primera piedra quien no sienta a veces la necesidad del reconocimiento.
Que tire la primera piedra quien no se deje llevar por el ego en algunos momentos.
Que tire la primera piedra quien, en el tempo de construir, no piense en sí misma demasiado a menudo.

Que tire la primera piedra quien sea capaz de borrarse, como una intérprete de lengua de signos, para que se escuche bien a los demás.

Solo le haría, a la maestra Wislawa, una enmienda al poema magnífico que cuelga en mi despacho: que después de cada guerra, todo el mundo tiene que barrer.

Porque quizá solo así, siendo conscientes de lo difícil que es librarse de tanto escombro, se nos quiten las ganas de empezar guerras nuevas, cuando estén en pie otra vez los edificios.

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