Afuera, ventana, canciones

Fotografía de Mariña Sánchez Testas.

 

Fotografía de Mariña Sánchez Testas.

 

Hay en nuestra planta 3bis una ventana a la que normalmente vamos a fumar. Da a una especie de extraño patio interior vacío con un suelo de grava gruesa, de cuyo lateral se alza una pared de cristalera, una suerte de casillero voyeurístico que deja intuir los despachos del grupo. Se ve ahí el ventanal de la primera compañera que llenó todo su espacio de plantas, en un intento de hacerse amables los días; los huecos ajetreados de los equipos que no paran; las luces que se van encendiendo y apagando a la medida que marcan los viajes a casa de los diputados y los días de agenda imparable (o irreparable). Se ven, a veces, rostros; a veces una sonrisa o un saludo. La cotidianeidad de un mundito cerrado sobre sí mismo.

El otro día, por una de esas casualidades que brindan los mapas, vi esa ventana desde otro lugar. Desde una azotea cercana, explorando las vistas, no me había ni percatado, pero alguien me dijo: “mira, esa es la ventana en la que fumáis”. En una de esas evidencias que sin embargo sorprenden, me sacudió lo distinto que se veía ese espacio diario. Desde allí arriba, no era cierto del todo que se viese la ventana, pero sí, diminuto, el patio que más que de grava parecía cubierto de un asfalto raro. Y, alzándose desde su lateral, la cristalera se revelaba como un muro opaco, un juego de ondas tornasoladas mucho menos parecido a la vida que a una visión turística.

Desde entonces, no puedo asomarme a la ventana sin buscar la azotea y recordar la otra perspectiva. He empezado a considerarlo casi un ejercicio espiritual.

Porque el caso es que esto (“esto”: el lugar, su ficción; el partido, sus inercias) atrapa, totaliza. Es fácil olvidarse de que hay un afuera, cuando los días se pasan en una bajada imparable por los toboganes del adentro. Esta angustia personal es, como siempre, también un problema político. Es el riesgo que media entre decir “la gente normal ha entrado a las instituciones” y decir “hay que traer a las instituciones las cosas que le importan a la gente normal”. ¿Cómo evitar transformarse, cuando todo está pensado para que se produzca esa transformación? ¿Cómo hacer para no olvidar cómo se ven las ventanas cuando se miran desde afuera, si siempre estás adentro?

Hay una extraña alquimia por la que la institución transforma todo en algo otro. Como un rey Midas renovado, los protocolos y las burocracias bien pueden convertir en inane lo que tocan. ¿Cómo hacer que las máquinas de rayos X de la entrada no despojen de vida, de complejidad, de causas, de fertilidad, a lo que las atraviesa?

Hace unos días, rendimos homenaje, aquí en el Congreso, a las catorce personas que murieron hace tres años en la playa ceutí del Tarajal cuando intentaban alcanzar Europa. Se hizo un acto delante de los leones y, como es costumbre, se pensó en los medios, se habló para ellos. En mitad del asunto, nos dimos cuenta de que las familias, asociaciones y otra gente que había venido a acompañar estaban en la acera de enfrente. Nos acercamos a averiguar por qué. Nos explicaron que no les dejaban acercarse. Nosotros habíamos tardado un rato en darnos cuenta y habíamos seguido con el plan previsto.

Afuera, adentro. Pensé en la ventana.

Porque las cosas –es importante no olvidarlo–  ocurren afuera.
Adentro es representación, simulacro, palabras. Representación, simulacro y palabras que pueden tener efecto, sí: pero solo en tanto logremos no olvidar la distancia que separa el mundo del mundito. Y el hecho de que, desde fuera, no se ve la vida que parece evidente desde dentro de las ventanas.

Afuera, afuera, afuera. Afuera siguen latiendo todas las causas por las que estar adentro tiene sentido. Siguen aunque no paremos de mirarnos el ombligo, de hablar sobre nosotros mismos. Siguen aunque en el curso enloquecido de los días nos preocupen obsesivamente matices, posiciones. Algo me dice que, cuando la ventana se mira desde fuera, todo eso es solo una voluta de un tornasol que ondea, por lo demás, con una continuidad sin fisuras.

Afuera, las facturas astronómicas de la luz y el calor; las mentiras repetidas de los poderosos; las personas que caminan y no encuentran refugio. Afuera, las mujeres muertas. Afuera, la gente sin trabajo. Afuera los bancos, afuera los números rojos. Afuera los efectos de las leyes que adentro son palabras. Afuera, afuera, afuera.

Hay muchos adentros. Y en todos entra, a veces, un afuera necesariamente disruptivo, milagrosamente revelador. El otro día, en la gala de los Goya, Silvia Pérez Cruz hizo entrar el afuera. En medio de los vestidos y los tacones; en medio del guion y la etiqueta, cantó. “Es indecente: gente sin casas, casas sin gente”, cantó. Y su voz resuena, como resuena una ventana que se ve desde otra parte.

Adentro, en el adentro de estos días nuestros, a veces todo parece oscilar entre la grisura de la burocracia y los enredos ocres de la realpolitik. Parece a veces que no hay lugar para la bondad o para la belleza.

Pero cuando sales y no es demasiado tarde, puede que encuentres una luz rojiza de invierno, unas risas inesperadas, un mundo abierto. Afuera, los amigos; afuera, los viajes. Afuera los encuentros, afuera el arte, afuera las historias. Afuera la belleza. Afuera la bondad.

Y todo esto no es baladí, ni siquiera secundario. Que la vida importe, que la libertad importe, que la alegría importe, es también el eje, la brújula, que debería permitirnos hacer las cosas de modo diferente.

Quizá a veces hay que mirar la ventana desde otro sitio, cantar una canción. Afuera, afuera, afuera. Como coger una piedrita de entre la grava, y lanzarla contra los cristales.

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