Diario de la niña de fuego II. Las brujas

 

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Ha empezado la primavera. Por fin. Este invierno no ha sido frío, pero la poca luz y la piel cubierta me provocan siempre tristeza y picor, dos sensaciones molestas que me distraen de mis objetivos. Los pierdo de vista. Cualquier propósito que requiera de mí una mayor concentración que escoger una crema corporal nutritiva entre la amplia oferta del estante del supermercado está condenado al fracaso. Lo saben mis propósitos, que tienden a la hibernación, y lo sé yo, que aparco la mayoría de los sueños hasta los primeros indicios de floración en los almendros del parque que hay detrás de casa.

Soy un ser de luz preparado para soportar altas temperatura y los elevados niveles de radicación de los rayos UVA. Nací en la tierra, a la orilla del Mediterráneo, pero si hago caso de las exóticas creencias de mis progenitores no sería ni raro ni sorprendente que mi origen fuera extraterrestre. ¿No son las pirámides unas construcciones inverosímiles y su existencia sólo es explicable a través de la variable alienígena? Pues lo mismo podría pasar con mis particularidades. Voy sola en el autobús, pero no puedo evitar reírme al imaginarme a mi madre abducida y poseída por un marciano, o un ser de otra galaxia, bajo una luz blanca cegadora. Curioso que ese empeño por hacer del sexo un arma de conquista, y no precisamente en el sentido romántico de la palabra, traspase no sólo fronteras, sino también atmósferas. Hasta los extraterrestres se dedicarían a violentar a las hembras de otra especie para diluir la identidad y menoscabar la moral del enemigo.

Hay quién defiende que los antiguos egipcios, los de las pirámides, fueron una civilización híbrida, hoy extinta. Y ya se sabe, las mezclas de razas suelen dar frutos muy mejorados y hermosos. No hay más que ver a Lenny Kravitz o a Halle Berry. Aunque algo tuvo que fallar en el reparto de genes durante la concepción de Akenaton porque el resultado fue más bien raro, más marciano que humano.

Mi madre no sólo cree en las hipótesis favoritas de Iker Jiménez sobre vida en otros planetas, también comparte su opinión sobre los fantasmas. De joven vio alguno que otro en las paredes de casa. De niña la creía a pies juntillas, no tenía motivos para dudar de sus relatos. Es más, me encantaban sus historias de sombras, como aquella de la silueta con forma de señora vieja de pueblo deslizándose por la pared del pasillo de casa justo un par de días antes de la trágica muerte del jovencísimo hermano de mi padre. Me entretenían, aunque nunca más pude recorrer aquel pasillo a oscuras. Mi bisabuela también vio esa sombra. Lo curioso es que las dos mujeres no compartían sangre, se trataba de la abuela de mi padre. Esa coincidencia reforzó mi fe en las historias para no dormir de mi madre. Y me duró años, aunque la acabé perdiendo con la estupefacción y confusión con la que se pierden las cosas irrecuperables, como la inocencia, como aquella amiga de pelo pobre que mentía sin parar, como la virginidad y alguna que otra ilusión.

Las mujeres de mi familia son especiales. En época de la Inquisición habrían corrido peligro de arder en una hoguera. Tengo una tía abuela, por ejemplo, que tuvo en su vientre un feto muerto durante años. Llevaba un bebé de unos cuatro meses momificado en el útero. Me contó mi abuela que su hermana sufrió un aborto, pero por vergüenza (ese tipo de vergüenza que se tenía en los pueblos andaluces de la posguerra en los que había más supersticiones que médicos) no se lo dijo a nadie. Sin embargo, cuando la gente le preguntaba cuántos hijos tenía, contestaba que seis, a pesar de tener sólo cinco varones vivos. Como eran bastantes, y muy movidos, la gente que no echaba cuentas y no se percataba de que la mujer contaba de más. Y no sólo lo sumaba a la lista de descendientes, sino que le hablaba y le cantaba nanas. Llegó incluso a ponerle nombre. La llamaba Alba. Se ve que estaba segura de que ese bebé malogrado iba a ser su primera hija. En cuanto empezó a notar los síntomas de embarazo presintió que era una hembra. Y tenía tantas ganas de tener una niña amiga consuelo de sus penas que se resistió a aceptar lo inevitable. Su marido, que era pastor, no se enteró de nada. Bastante tenía con cuidar del rebaño, ayudar a parir a las ovejas y con escarmentar a los perros que mordían las patas del ganado como para tener también que preocuparse de las cosas de casa. Eran cosas de hembra. Y entre hembras se apañaban.

Un día sintió una punzada dolorosísima en el abdomen y decidió llamar a la partera del pueblo. No sé si creyó que después de más de cinco años iba a dar a luz por fin a esa niña, pero el caso es que llamó a la Josefa. Cuando la vieja llegó, le dijo que no entendía para qué la llamaban a esa casa en día de fiesta (el dolor coincidió con un Viernes Santo), así que mi tía abuela la invitó a café amargo y torrijas y, sentadas a una mesa camilla adornada con un tapete de ganchillo sobre el que caía el azúcar de las pastas, le explicó lo de su embarazo frustrado tanto tiempo atrás. La Josefa abrió mucho los ojos agrisados por las cataratas, se sacudió las migas de la falda con las dos manos y le preguntó dónde había una cama, cuando llegaron al cuarto le pidió que se tumbara y sirviéndose de su experiencia, de no sé qué hierbas y de algún instrumental que llevaba enrollado en una piel curtida, y que mi tía abuela evitó mirar, la limpió por dentro y la ayudó a expulsar la pequeña momia que milagrosamente no le había causado ninguna infección ni ningún otro mal hasta ese momento. A partir de ese día, mi tía abuela miró con recelo a la Josefa porque la culpaba de la inmensa soledad que le rellenó las entrañas de repente vacías y quela acompañaría para siempre.

Mi abuela también me contó que su cuñado, el pastor, raptó a su hermana una noche y que a partir de ese día fueron a ojos de todo el mundo marido y mujer. Se ve que era una costumbre muy arraigada en ese pueblo tan civilizado. Se respetaban mucho los raptos nocturnos de jóvenes casaderas, aunque tenían al cura mosqueado porque oficiaba más entierros que bodas, y en los entierros no se comía.

A mi abuela no la raptaron, quizás porque cuando su madre la mandó al otro lado del mar para criarse con una tía que no conocía era casi una niña. Eran muchas las bocas que alimentar y esa bisabuela mía no tenía ganas de ir sumando niños a la lista de preocupaciones de una viuda pobre de un pobre rojo al que mató antes un cólico miserere que la guerra o el hambre. Mi abuela me ha descrito muchas veces aquella ciudad a la que se trasladó: siempre hacía sol, había muchos soldados y palmeras y dátiles y todas las mujeres con la cabeza cubierta se llamaban Fátima. También me ha hablado de esa tía suya a la que no conocía y que con toda probabilidad en la Edad Media habría sido perseguida por bruja. Tenía un carácter terrible, era independiente e incapaz de controlar la furia con la que fue amargando a un marido bueno y a una sobrinahija que soñaba con escapar. Recordaba sus andares de caballo que retumbaban por la casa y las coces con la que despachaba a los hombres que querían pisarla. También coceó a mi abuelo, que no se hubiera atrevido nunca a raptar a mi abuela con tremenda guardiana de su honra. Se ve que en aquella ciudad se estilaba más conversar. Mi abuela siempre me cuenta detalles de cuando le hablaba mi abuelo. Antes le había hablado un cartero y también un piloto de avión. Pero mi abuelo debía de pronunciar mejor las erres o usar de manera más natural el subjuntivo porque acabó escuchándole a él. Tuvo más de cincuenta años para escucharle. Pero resultó que después de casarse se convirtió en el gato del cuento de La ratita presumida: sólo dormía y callaba. Y ella rezaba para que no se despertara porque, como en el cuento, cuando estaba despierto era cuando sacaba las uñas, bufaba y amenazaba con devorar a sus hijos.

Es primavera y con la temperatura en ascenso sé que empiezo a estar al borde del incendio. Soy mujer de mar y hoguera de muebles viejos. Fotos arrugándose entre llamas, sillas de mimbre rechinando, brasas latiendo como corazones. Vuelven a quemarme los sueños. Y justo ahora, justo cuando no sé qué hacer con tanto deseo desperezándose en mi cueva, me dice la psicóloga que estoy recuperada de mi último fuego y me da el alta como quien regala un cofre del tesoro. Pero me gustaba tanto que se riera en cada sesión de miedos con nariz de payaso que la voy a echar de menos. Además, ¿qué quiere decir que me da el alta, que estoy a salvo de arder en la hoguera?

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