Assia Wevill, la amante débil

 

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Poco sabíamos hasta ahora de Assia Wevill, la mujer por la que Ted Hughes abandonó a la poeta Sylvia Plath y con la que tuvo una hija. Assia vivió bajo la sombra de Plath hasta que puso fin a su vida de la manera más trágica posible, llevándose por delante también a la hija de ambos. Pero, ¿quién fue Assia Wevill?

¿De quién es esta tierra pétrea y lluviosa?


De la Muerte.

¿De quién es todo el espacio?


De la Muerte.

¿Quién es más fuerte que la esperanza?


La Muerte.

¿Quién es más fuerte que la voluntad?


La Muerte.

¿Más fuerte que el amor?


La Muerte.

 

TED HUGHES

El domingo 23 de marzo de 1969, Assía Wevill colgó por enésima vez el teléfono a Ted Hughes, su pareja, después de tener una discusión en la que ella insistió en romper definitivamente. Assia no creía que Ted la quisiera ya. Le amenazó con hacer las maletas y marcharse con su hija Shura. «No me vuelvas a llamar», le dijo, y sin esperar respuesta, colgó.

Era un día frío en Londres, hacía apenas cuatro de temperatura, y el sol no asomaba por ninguna parte. Cuando colgó, Assia actuó con diligencia. Se aseguró de que la ventana de la cocina estuviera bien cerrada, fue al dormitorio a buscar unas sábanas y almohadas que colocó en el suelo de la cocina junto al horno de gas, se preparó siete copas de whisky que acompañó con varios somníferos cada una y cogió en brazos a su hija para tumbarla sobre la improvisada cama. Cerró con firmeza la puerta de la cocina, abrió la llave de gas y la puerta del horno Mayflower y se tumbó junto a Shura. Así acabó todo. Pero antes, exactamente cuarenta y dos años antes, empezó la historia de Assia Wevill.

Assia Esther Gutmann nació en Berlín el 15 de mayo de 1927. Lonya Gutmann, su padre, fue un fisioterapeuta ruso y ateo —pero de padres judíos—, nacido en Riga, y un cuentista nato que mezclaba la realidad con la ficción a su antojo hasta llegar a decir que «había sido médico del Ballet Bolshói»; su madre, Elisabetha Gaedeke, fue una enfermera alemana y luterana, alta, majestuosa y despampanante, que atendía a los convalecientes en un balneario en Riga. Fue allí donde se conocieron, pero pronto se trasladaron a vivir a Alemania ante la prohibición de los padres de Lonya a que su hijo estuviera con una mujer de clase inferior y no judía. Vivieron tranquilamente en el barrio de Charlottenburg, en Berlín, junto a Assia y su hija pequeña Celia, hasta que el sábado 1 de abril de 1933, cuando unos nazis uniformados comenzaron a hacer guardia en la entrada de comercios, bufetes de abogados y consultorios médicos pertenecientes a judíos para prohibirles la entrada, se encerraron en su casa. Hitler era percibido entonces como el Gran Doctor que extirparía el mal de los judíos al paciente alemán. En 1933, había 8.000 médicos judíos en Alemania, el dieciséis por ciento del total, y pensaron que retirarlos del ejercicio de su profesión era una medida necesaria para salvar a los alemanes de la plaga judía. Lonya, el padre de Assia, era médico y judío, y fue despedido de su trabajo junto con otros 3.500 más.

Poco después del cumpleaños de Assia, dejaron Berlín para refugiarse en Pisa formando parte de la primera oleada de judíos que abandonaron Alemania (25.000 en tan solo tres meses). Según Assia contaba a sus amigos, se subieron a escondidas en el compartimento de equipaje del tren y viajaron allí durante horas atravesando Suiza mientras oían los pasos de los guardias nazis. Pero Assia tenía las dotes inventivas de su padre y no podemos saber hasta qué punto es cierto. Tras barajar varias posibilidades, el padre pensó que el mejor lugar para poder volver a ejercer la medicina era Palestina. No se planteó en ese momento que pudiera ser un problema vivir con una esposa no judía e Tel Aviv, la única ciudad donde todos los habitantes eran judíos.

Assia tenía siete años cuando llegaron a Palestina y comenzó a estudiar su cuarta lengua. Hablaba alemán con su madre, ruso con su padre, aprendió italiano en el tiempo que pasaron en Pisa y comenzó sus estudios de hebreo. Tel Aviv era por entonces una ciudad sin historia, una ciudad nueva que apenas tenía 100.000 habitantes y no podía ofrecer a la familia Gutmann las virtudes de la metrópolis alemana. Pero el doctor quería que todo siguiera igual, quería mantener su nivel de vida burguesa y eso resultaba casi imposible. La familia vivía en una humilde habitación abarrotada de los muebles que habían llevado consigo. Aún así, crearon una fortaleza con sus manteles de damasco y preparaban tres comidas al día que servían con la cubertería de plata. Estaba completamente prohibido alzar la voz, por eso Assia y Celia cuando requerían la atención de su madre, debían tocar un cencerro tirolés. Con el dinero que se habían llevado desde Alemania, pudieron alquilar un piso mejor de tres habitaciones en la primera planta del número 9 de la calle Balfour, en honor de lord Balfour, ministro de Asuntos Exteriores británico famoso por su declaración de 1917 en la que afirmaba la aprobación del gobierno británico al establecimiento de una patria para el pueblo judío en Palestina. En 1934 había 1.282 médicos judío en Tel Aviv, por lo que no había suficientes pacientes para tantos médicos. En una época de penurias como aquella, pocos se podían permitir acudir a un especialista en fisioterapia como el doctor Gutmann. Al no encontrar trabajo, Vati, como así lo llamaban las hermanas, se refugió en sus raíces rusas leyendo a Chéjov y Pushkin. «A Vati le gustaba la vida fácil, y malgastaba el tiempo jugando al ajedrez con y entre pacientes. Le encantaba entretener a las visitas y en las noches de verano jugaban a gin rummy en el balcón. Era un hombre egoísta y débil, y prefería que le mantuviera una mujer a trabajar», así lo contaba su hija Celia.

Lisa, la madre, quería que sus hijas recibieran clases de euritmia para mejorar su postura y, a pesar de las dificultades económicas, las vestía con trajes estampados y cuellos de encaje para que parecieran las hijas de un médico acaudalado. Celia recuerda que «era buena persona pero no sabía ser madre. Intentó hacer de nosotras mejores personas, pero a veces perdía por completo el control y desahogaba toda su frustración en nosotras. Nos ataba a Assia y a mí a la ventana por cosas insignificantes, como no fregar los platos. Una vez, tras un amargo enfrentamiento con padre, Mutti salió corriendo de casa. Esa semana habían puesto el toque de queda en Tel Aviv a raíz de nos altercados entre el movimiento de resistencia judío y los soldados británicos, y mamá esperaba que los soldados le disparan por violarlo». Cuenta Celia también que su hermana Assia tenía ataques de rabia parecidos a los de su madre en los que se tiraba al suelo gritando cuando no conseguía lo que quería. La única manera que el doctor Gutmann tenía de calmar a su hija era poniéndole inyecciones de tranquilizantes.

En el verano de 1935, Lisa Gutman quiso animar a sus hijas con un viaje a Alemania para ver a sus abuelos maternos. En aquellos años la relaciones entre la Alemania nazi y Palestina discurrían con normalidad y Lisa pudo obtener un pasaporte expedido por las autoridades británicas en Palestina. Lo que más recordaron las hermanas años después de aquellos días era las historia escalofriantes que su abuela les contaba y una visita al bosque donde ésta les ordenó «¡No os atreváis a moveros, o vendrá la Bruja Mala y se os llevará!». A propósito de este episodio, perturbada todavía, Assia, que ya mantenía una relación amorosa con Ted Hughes, escribía en su diario lo siguiente: «Anoche, en la penumbra, mientras él yacía desnudo y la tupida mata de vello de su pecho y estómago formaba la cara difusa y en movimiento de un monstruo, semejante a una serpiente tatuada, me asusté como cuando tenía cuatro años. Era el maníaco y negro devorador de negras, el asesino, que oficialmente se dejaba ver por primera vez como una fotografía inofensiva».

Después de aquel viaje, Lisa rompería la relación con su familia al ver horrorizada cómo sus sobrinos vestían los uniformes marrones de las Juventudes Hitlerianas. Esa fue la última vez que Assia y Celia vieron a sus abuelos alemanes. En otoño de ese mismo años, sus abuelos paternos llegaron desde Riga para establecerse en su pequeño piso con la familia. Solo cinco meses después de su llegada, el abuelo Ephraim Gutmann sufrió un infarto y murió. Su hijo no levantó una lápida en la tumba de su padre, dejando que fuera la Habrá Kadishá, la institución encargada de los rituales funerarios, quien se encargara de levantar una de cemento estándar reservada a los indigentes de la ciudad. Después de aquello, su madre decidió marcharse definitivamente a Letonia.

En mayo de 1936, comenzó la Gran Revuelta Árabe que sumió al país a un derramamiento de sangre que duró tres años. Palestina no fue el destino idílico que el padre había imaginado, sino más bien un trampa de la que la familia no conseguía escapar. Cuando el doctor Gutmann renunció a sus sueños de grandeza, sintió que debía ser Assia quien los encarnara intentando conseguir en la vida todo lo que él ambicionaba. Celia quedó en un segundo plano, eclipsada por la vanidad de su hermana mayor: «A lo largo de toda mi niñez me creí que yo no era hija de mis padres; Assia me dijo que los gitanos me habían dejado en la puerta. Decía que ella era una princesa que había nacido en un palacio y que la habían apartado de su verdadera madre mientras yo era hija de gitanos. Eso tuvo un efecto duradero en ambas. Assia creía que ella se merecía todo, y que todos los que estábamos a su alrededor debíamos servirla y hacer lo que ella quería. Pero papá fue el único que cayó bajo su hechizo».

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Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, los alemanes que vivían en Palestina se volvieron sospechosos de colaborar con los nazis. El matrimonio hizo todo lo posible por restarle importancia a su origen alemán, avergonzados por lo que estaba ocurriendo en Alemania y temerosos de poder sufrir represalias. Era común que cualquier queja de un alemán judío en Palestina fuera resuelta con un «Si no le gusta, vuélvase con Hitler». Les preocupaba que cualquier noche pudieran venir a buscar a Lisa acusándola de ser «aria» y quisieran llevársela a un campo de concentración. También temían por la vida de sus hijas. Eran víctimas y verdugos; mitad judías, mitad alemanas. Cuando en 1968 Assia, Ted y Shura visitaron la República Federal Alemana Occidental, ella mandó una postal a su amigo el poeta israelí Yehuda Amijai que concluía así en hebrero: «¿Yo, medio alemana? No, no, no. De pronto Alemania me asquea».

La educación de Assia fue otro punto decisivo en la formación de su carácter. Su madre quería lo mejor para ellas y las matriculó en la escuela Tabeetha de Jaffa, situada en un barrio árabe, estaba dirigida por una organización cristiana. Solo las familias árabes y ricas podían permitirse llevar a sus hijas a esa escuela, pero la familia Gutmann hizo todos los esfuerzos posibles para que su hija mayor ingresara en ella. Tabeetha era fiel al Imperio Británico: tenía un programa de estudios británico y se estudiaba en inglés, incluso en matemáticas, los ejercicios eran en libras y chelines. Assia, que solo había estudiado tres años de inglés, dominó en seguida el idioma y en los años posteriores impresionó a todos con un impecable acento que no delataba sus exóticos orígenes. De las alumnas de Tabeetha se esperaba que en el futuro fueran capaces de llevar una vida elegante y ejercer el papel de perfecta anfitriona. Una antigua alumna recuerda que «nuestro objetivo era buscar un buen marido y formar una familia, y en el último curso muchas nos prometíamos. Se suponía que el certificado de ingreso nos permitiría ayudar a nuestros hijos a hacer los deberes». Gran Bretaña se convertiría para la inquieta Assia en su mayor aspiración.

Assia creció y se convirtió en una joven muy atractiva y presumida que se sentaba detrás del conductor del autobús para verse reflejada en el espejo retrovisor y así poder contemplarse. Durante la Segunda Guerra Mundial, Palestina era la base estratégica para más de cien mil soldados británicos que estaban en Oriente Medio. Durante los cinco años que duró la guerra, no pudieron volver a casa ante el temor de las minas y los submarinos alemanes. Tel Aviv era su oasis particular. Mientras que en Europa los judíos eran llevados en masa a las cámaras de gas, en Tel Aviv se abrieron cuatrocientos cafés y restaurantes donde los solados se encontraban con las muchachas. Así como fue el joven sargento John Steele conoció a Assia Wevill. «Assia aún no ha cumplido los dieciséis años, pero tiene una inocencia de colegiala, una figura bien moldeada y un rostro extraordinariamente hermoso. Me he quedado prendado y, al descubrir que le gusta la música, la he monopolizado rápidamente», esto es lo que el soldado Steele de 21 años escribió en su diario azul.

Al acabar la guerra en Italia, Steele tuvo que embarcarse junto con otros soldados hacia la isla griega de Kastellorizon para evitar que los alemanes la ocuparan, pero durante la batalla, el barco fue alcanzado por el bombardeo. Durante meses, Assia no supo nada de su paradero, y en aquel tiempo Assia no le fue precisamente fiel. Salía casi todas las noches y se encontraba con hombres que disfrutaban de su belleza. Cuando quería pasar la noche fuera de casa le decía a sus padres que se iba a la casa de su amiga Hannah Weinberg-Shalitt que lo recuerda así: «Vivíamos en una sociedad muy conservadora, pero Assia, con su risa atrevida, desafiaba las reglas y no dejaba escapar las oportunidades. Yo era muy ingenua, y la admiraba tanto por su coraje que no podía negarme a cubrirla. Ella sabía manipular a la gente sin que se sintiera utilizada».

En la primavera de 1944 trasladaron a John Steele a Palestina, al capo Ein Shemer, a una hora en coche de Tel Aviv, y la pareja pudo volver a encontrarse. Iban al Café Nussbaum a tomar algo, lloraban de emoción en el cine con Por quién tocan las campanas y afianzaron su relación pese a la irritación que a sus padres les producía la presencia de Steele en su casa. La pareja discutía reprochándose que uno estaba más enamorado que el otro y se habían amenazado varias veces con romper. El 17 de mayo de 1947, Assia y John se casaron en Londres, después de ser admitida por sus propios méritos en la Escuela de Arte del Politécnico de Regent Street. Fueron sus padres quienes financiaron su viaje a Londres. Su mayor aspiración era que Assia consiguiera el pasaporte británico casándose con John porque era la única manera de que los Gutmann pudiera salir de Palestina. Doce años en el país no consiguieron arraigar la identidad judía en Assia, que siempre renegó de su legado judío y desde el día que se marchó de Tel Aviv en septiembre de 1946, no volvió a poner los pies sobre tierra sagrada.

¿Fue el matrimonio de Assia por amor? Ella lo calificaba en sus diarios de «frío, antipático y repulsivo». Ella no podía dejarle porque no tenía ni dinero ni trabajo ni nadie más a quien aferrarse en Inglaterra. Unos meses después del casamiento, John, harto de vivir en una isla, compró dos billetes de avión para Vancouver (Canadá) sin decírselo a Assia. Cuando ella se enteró de que debían abandonar Londres intentó suicidarse tragándose cincuenta aspirinas.

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Assia era una mujer con aspiraciones artísticas y dejar atrás Europa significada la muerte intelectual para ella. Al poco tiempo de irse de Londres, su madre consiguió salir de Palestina, llegar sola a Londres y encontrar trabajo de ama de llaves. Su padre se había mudado a Mozambique donde encontró trabajo de médico y su hermana Celia se quedó en el recién fundado estado de Israel haciendo el servicio militar. Pasarían dos años hasta que la familia volviera a reunirse. En ese tiempo, Assia tuvo que trabajar como criada en Vancouver, mientras su marido vendía libros de puerta en puerta. Unos meses después, se mudaron a la Isla de Victoria donde Assia conseguiría trabajo como recepcionista en una galería de arte que le abriría las puertas para introducirse en el Londres literario. Hasta allí la siguieron sus padres y su hermana.

Fue en 1949 cuando, tras una pequeña riña más, John se fue de casa y la pareja acordó separarse sin dramas, civilizadamente. A los 23 años Assia Wevill era una mujer divorciada y sin recursos para mantenerse por sí misma que regresó a la casa de sus padres. Assia era fuerte y supo reponerse a tiempo. Se matriculó en la Universidad de Columbia Británica donde pasaba la mayor parte del día tumbada en el césped con sus compañeros, tremendamente influenciados por las lecturas que hacían de T.S. Eliot y W. H. Auden. mientras su madre y su hermana trabajaban duramente en una destilería de whisky poniendo etiquetas a las botellas.

Assia era una mujer sofisticada y llena de aspiraciones propias de alguien de una clase social superior, tal y como su padre había querido que fuese, educada y preparada para la excelencia pero también era, a su vez, romántica, salvaje y exótica, como la protagonista de un poema de Lord Byron (Y todo lo mejor de la oscuridad y de la luz /
resplandece en su aspecto y en sus ojos) que intentando escapar de todas las convenciones a las que la vida la arrastraba, escondía un destino trágico.

A los 25 años llegó su segundo matrimonio con Richard Lipsey que la recuerda así: «a ella le gustaba actuar de forma impetuosa y creo que, como yo, se casó por diversión, aunque yo estaba profundamente enamorado de ella». Si en su primera boda se casó con un «austero traje de chaqueta negro con la falda hasta la mitad de la pantorrilla», esta vez vistió un extravagante traje blanco de volantes con un hombro al descubierto y un profundo escote. Assia estuvo entregada desde niña a una estricta devoción a sus propias necesidades por encima de las de los demás. Sentía la pulsión de conquistar a todos los hombres de la habitación. Pam Gens, una de sus amigas dijo que «en el pasado, una mujer como Assia, con temperamento artístico pero sin un talento específico para expresarlo, podía sentirse realizada convirtiéndose en una musa. Yo solía decirle que se había equivocado de siglo. Ella se habría desenvuelto mejor en el siglo XIX, con Shelley, Browning y Keats. En cambio, ahora las mujeres tenían que ser existenciales como los hombres».

Algún tiempo después, cuando ya vivían en Londres y mientras seguía casada con Richard “Dick”, como si de una Bovary del siglo XX se tratase, Assia desdeñó el cariño de su segundo marido y se enamoró perdidamente de David Wevill cuando éste, un poeta todavía en ciernes, le habló con pasión de la poesía de Wordsworth. Aquello ocurrió en la travesía que traía a Assia y Dick de una estancia veraniega en Canadá con sus familias. Entre David y Assia había siete años de diferencia, ella era mayor que él, o «siete años entre nosotros. / Siete planetas, siete piedras manchadas de sangre» como lo describió el joven poeta. Un día antes de llegar a puerto, Assia se declaró a David. Con él a su lado, Assia tenía por fin lo que había soñado: un poeta con el que leer, escribir, dibujar y cultivar sus pasiones. Fue así como ella comenzó a florecer como artista. Todo lo hacían juntos. Escribían poemas, compartían libros —Dostoievski, Tolstói, Lorca— y cada uno subrayaba sus pasajes favoritos. Se leían mutuamente en voz alta y Assia, que tenía gran facilidad para los idiomas, inició a David en la lectura de los poetas rusos: Pushkin, Ajmátova, Pasternak y Rilke.

David creía que Assia estaba separada de su marido y Dick pensó que el poeta era tan solo una aventura para ella. Ninguno de los dos quiso presionarla para que escogiera. Un fin de semana, después de haber pasado toda una semana que David, Assia le preguntó a Dick si todavía la amaba y él guardó silencio por un momento y respondió: «Hace tiempo que me tratas a patadas y ya no estoy seguro». Assia abrió la ventana y se puso a chillar presa de un ataque de rabia para que toda la calle la oyera. Ella esperaba que fuera él quien diese por terminada la relación, pero él no lo tenía tan claro: «Todavía no había llegado la fase en que es necesario un divorcio. Además, yo me había criado en un mundo donde la gente no se divorciaba. Retrospectivamente, era un infierno. Yo estaba loco, y debería haber roto y pasado página». En medio de todo aquello, Assia descubrió que estaba embarazada y Dick la llevó a una clínica para abortar sin ni siquiera informar a David. El matrimonio pasó junto su última noche en junio de 1959 y a la mañana siguiente ella cogió un barco para marcharse a Birmania con David que vivía allí por trabajo.

Una vez en Birmania, Assia dedicaba la mayor parte de su tiempo a leer, dibujar y hacer fiestas en el jardín lo más suntuosas posible. En esas fiestas, los hombres siempre se situaban en torno a Assia como abejas zumbando alrededor de un panal. El 16 de mayo de 1960, al día siguiente de su treinta y tres cumpleaños, Assia se casó con David en la ciudad de Ragoon. Poco después partieron para Londres donde Assia supo que estaba embarazada de nuevo. Esa vez la noticia le hizo ilusión e informó a toda la familia. Pero en septiembre de ese mismo año, Assia tuvo un aborto espontáneo y perdió al bebé.

La pareja decidió quedarse a vivir en Londres. David trabajó de mozo en el departamento de muebles de Harrods mientras escribía poemas y mejoraba su japonés: «Nunca hicimos planes de futuro, vivíamos al día, trabajando solo para cubrir gastos, sin la sensación de hacer carrera». A Assia le resultó fácil abrirse camino en el mundo de la publicidad en la agencia Coldman, Prentice y Varley, que tenía un largo historial de encargos para el Ministerio de Guerra.

Fay Weldon, una amiga y colega del matrimonio, recreó en su autobiografía la relación entre David y Assia: «una gloriosa pareja poética que por un tiempo rivalizó con la de Ted Hughes y Sylvia Plath. Cuando una de las dos entraba en una habitación, las cabezas se volvían y una especie de estela luminosa los seguía. Juntos eran como los personajes de Scott Fitzgerald, el estilo de los sesenta, su inocencia quedaba enmascarada por la sofisticación y su devoción mutua se daba por sentado».

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Acabado el verano de 1961, Assia y David deciden buscar piso en Hampstead para mudarse. Justo en esa época, Ted y Sylvia querían subarrendar su piso en Pimrose Hill. Cuando Assia marcó el número PRI 9132 le contestó un tal Hughes que le resultó familiar. El piso era pequeño, diminuto, con una sala de estar y un dormitorio en el que solo había espacio para una cama de matrimonio, pero la pareja se enamoró al instante de él. Después de la visita, Sylvia escribió a su madre lo siguiente: «él es un joven poeta canadiense, la chica, una rusa alemana, con quien nos identificamos». Por entonces, Sylvia y Ted ya tenían a Frieda y esperaban un segundo hijo, Nicholas. Rápidamente se hicieron amigos y los invitaron cenar. Sylvia no se sintió amenazada a pesar de que Assia le regaló una serpiente de madera que trajo de Birmania. La consideraba «muy atractiva e inteligente». Sylvia y Ted se mudaron a Devon y no se vieron durante meses.

En 1962, después de una crisis entre Sylvia y Ted, la pareja decidió invitar a algunos amigos a su casa para intentar superar el malestar que invadía su relación desde el nacimiento de Nicholas. Ted le confesó a un amigo que se sentía prisionero de su matrimonio. Una de esas parejas era la formada por los Wevill. Nunca sabremos con certeza lo que ocurrió ese fin de semana, pero según Yehuda Koren y Eilat Negev, biógrafos de Assia Wevill, la noche del viernes 18 de mayo, cenaron todos «en la gran habitación trasera donde mantuvieron una animada charla sobre sus viajes y estancias en es extranjero. A Assia no le gustó ni la casa ni el lugar y escribió en su diario palabras tan duras como “muy recóndita, roja, con mobiliario infantil, un mobiliario ingenuo. El aspecto general era de algo improvisado y amateur”». Aquella noche, durante la cena, Assia dijo haber soñado con un enorme lucio, un tipo de pez, que para Ted tenía un significado especial porque él soñó que capturaba uno de proporciones fantásticas la víspera de su boda con Sylvia. En ese momento, Sylvia sintió celos porque sabía todo lo que aquel sueño significaba para su marido. ¿Se inventaría Assia aquel sueño? Ted Hughes acababa de publicar Lupercal, un libro donde escribe precisamente de animales. El domingo, mientras Ted y Assia preparaban una ensalada, David y Sylvia charlaban animadamente en el jardín. Sylvia entró un momento a la cocina y los vio besarse. O eso fue lo que Assia quiso que creyera su marido. Después de entrar en la cocina, la actitud de Sylvia cambió completamente y David se dio cuenta. Al dejar la casa de Devon, David le preguntó a su mujer qué le pasaba a Plath y ella le dijo: «Ted me ha besado en la cocina y Sylvia lo ha visto».

Cinco semanas después de aquello, Ted viajó a Londres y tuvo la ocasión de ver por primera vez a Assia a solas. El martes 26 de junio de 1962 Ted le dejó una nota en la recepción de la agencia de publicidad donde trabajaba Assia que decía algo así: «He venido a verte, pese a todos los matrimonios». Ahí empezó el amor ilícito. El 9 de julio, después de una tarde de compras con su madre, Sylvia llegó a casa justo cuando el teléfono estaba sonando y lo cogió. No sabemos qué dijo la voz al otro lado, pero Sylvia y Ted se encerraron en su habitación con un portazo mientras Aurelia, su madre, cuidaba de sus nietos. Ted abandonó el hogar esa misma tarde y Sylvia hizo una hoguera en el jardín donde quemó manuscritos y cartas de su marido.

Ted se instaló en Londres con el poeta y amigo Al Alvarez y le confesó que «se proponía dejar a Sylvia y que estaba enamorado», pero tampoco le dio más detalles. Cuando David se enteró del romance, «tiró a la basura el manuscrito de un nuevo libro de poemas que aún no había publicado, se tragó veinte o treinta somníferos Seconal y empuñando un cuchillo birmano, se quedó dormido en el sofá», según Koren y Negev. Cuando Assia llegó, él estaba casi sin conocimiento y en la misma ambulancia le anunció que Ted la había violado aquella misma tarde.

Assia y Ted siguieron con su relación y hasta hicieron un viaje a España —donde Sylvia y Ted habían pasado su luna de miel— ese mismo verano. El viaje fue justo lo que necesitaban: un oasis donde disfrutar del amor que en Londres debían ocultar a todos sus amigos. Pero cuando volvieron a la ciudad, Assia siguió con David y no tenían intención de casarse ni de establecer su relación. Ted volvió a Devon con Sylvia donde le confesó a su todavía mujer que tenía una vida amorosa secreta en Londres y que era «aburrida y asfixiante». Le dijo que él podía conseguir a todas las mujeres guapas que quisiera y que ella «era una arpía». El 11 de octubre, Sylvia llevó a Ted a la estación y comenzaron los trámites de divorcio.

En todas las cartas que escribió Sylvia Plath, nunca se refirió a Assia con su nombre sino como «la bruja» o «la estéril». Sylvia pensaba que ella era la culpable de que su matrimonio perfecto hubiera fracasado; ella enseñó a Ted que «mentir y engañar era sofisticado». Plath estaba convencida de que el mayor encanto que Assia tenía para Ted era su infertilidad y que ella lo intimidaba con su escritura y su maternidad. A comienzos de noviembre de ese mismo año, Sylvia estaba dispuesta a buscar piso en Londres y encontró uno que estaba justo a doscientos pasos de la ventana del piso de Assia y donde había vivido Willian Buttler Yeats. Assia y David se mudaron ese mismo mes para ahorrarse la vergüenza de encontrarse diariamente con ella.

En los meses que siguieron hasta el suicidio de Plath, el 11 de febrero de 1963, ella fue a la casa de Ted a pedirle varias veces que pasaran el verano juntos con los niños, y en una de las visitas, encontró un ejemplar de las Tragedias de Shakespeare que ella había quemado. Lo abrió y vio la dedicatoria de Assia. Aquello fue un golpe mortal para ella, «como una bala que alcanza a un animal que corre». Por entonces, Assia ya estaba embarazada de Ted.

Cuando Sylvia se quitó la vida, nadie pudo localizar a Ted para darle la noticia. Pero sí a Assia. Fue ella quien tuvo que decírselo al poeta «ha ocurrido algo terrible. Sylvia se ha matado». Hughes se instaló entonces en el piso de Sylvia para cuidar de sus hijos. Aquellos días, con la cama de Sylvia aún caliente, fue Assia quien durmió en ella justificada por unas terribles nauseas. Assia estaba a su antojo en el piso de Sylvia y hasta llegó a leer el manuscrito de Ariel que la poeta había dejado terminado. Cuentan algunos testimonios de sus amigos, que Assia «se jactó de ser la musa trágica en los poemas de Ariel». También se sabe que tuvo acceso a la segunda novela de Plath de la que nunca más se volvió a saber nada, una novela que trataba sobre un matrimonio que intenta sobrevivir a una infidelidad del marido. Assia, al verse reflejada en el matrimonio protagonista, dijo que Plath «estaba llena de poemas patadas e hijos» y que confiaba en que Ted lo destruyera todo. También se sabe que destruyó el último cuaderno de los diarios de Sylvia según dijo «porque no quería que sus hijos lo leyeran algún día». El único testimonio que sobrevive de aquellos días son algunos fragmentos en el diario de Assia Wevill.

Aunque Ted culpara a los antidepresivos que el médico le recetó a Sylvia y al supuesto «yo asesino» que ella tenía en su interior, sus amigos sabían que algo habían tenido que ver Ted y Assia y querían que ella, la otra mujer, sintiera remordimientos por su papel en toda la historia. Pero fue Assia quien acusó a Sylvia de haberse matado para destruir su felicidad y se quejó de que «fue mala suerte que el idilio se viera mancillado por ese desafortunado incidente». Así calificó Assia al suicidio de Plath, de «desafortunado incidente».

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Assia seguía casa con David, pero él estaba temporalmente en Canadá cuidando de su madre enferma. Así que ella cedió y se mudó a la casa de Sylvia a vivir con Ted y cuidar de Frieda y Nicholas. Pero Ted no quería tener más hijos y ella no estaba segura de que los niños fueran lo suyo, y como consecuencia volvió a abortar. Cuando Assia se decidió a dejar definitivamente a su marido, aunque no estaba del todo segura, se fue con Ted y escribió esto en su diario: «ahora estoy inmersa en la monumentalidad de los Hughes, la de ella, y la de él».

A Assia le resultó difícil afrontar la soledad, Ted decidió no vivir con ella en el piso de Sylvia y viajaba con frecuencia a España para impartir cursos. La distancia geográfica la salvaron escribiéndose cartas y telegramas. El suicidio de Sylvia había sumido a Assia y a Ted en una conmoción que dejaba poco tiempo para la intimidad. Assia escribía esto en su diario ante la impasividad de Ted:

La amante débil, siempre en las ardientes sombras de sus misteriosos siete años (…) Mi tercer matrimonio y el más dulce. David, mi tierno marido, siempre el favorito, mi más completo y verdadero amor. ¿Qué locura, qué compulsión sistemáticamente demencial me impulsó a sentenciarlo a estar sola y a sumirme a mí misma en este espeluznante laberinto de mezquinas y condenatorias furias de mediana edad, con Sylvia, mi predecesora, entre nuestras cabezas por la noche?

 

Sylvia está creciendo en él, enorme y espléndida. Yo me encojo cada día, mordisqueada por ambos. Me comen.

 

…con la enorme diferencia de que ella tenía un millón de veces más talento, mil veces más voluntad y cien veces más avidez y pasión que yo. No debería haber abierto nunca la caja de Pandora, y ahora que lo he hecho me veo obligada a llevar su saco de viuda de amor sin ninguna de sus compensaciones. ¿Qué me reprochará él dentro de cinco años? ¿Qué clase de mujer soy?

 

¿Cuánto tiempo se me ha concedido? ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Qué he hecho con ese tiempo? ¿Ya he sido usada? ¿Soy suficiente para él? ¿SOY SUFICIENTE PARA ÉL?

 T. es una larga noche de pesadillas.

 

Celia, su hermana pequeña, recuerda que Assia temía envejecer y perder la belleza, quería ser siempre joven como su amado Lorca, cuenta que una vez le escribió en una carta que «me mataré a los cuarenta y dos años». Todos se tomaban a la ligera las amenazas de Assia, lo justificaban por su frivolidad. Transcurrieron los meses y Ted seguía sin hacerle a Assia y a su hija un hueco en su vida. En una de sus cartas le dijo: «cuánto deseo que vivamos juntos los cinco, que seamos una vez más una familia, en lugar de llevar cada uno nuestra casa de locos. Estas largas ausencias resultan muy peligrosas; me demuestran que podría vivir sin ti, pero que en cuanto vuelvo a ponerme en contacto contigo la absoluta independencia parece inútil. ¿Está dentro de la naturaleza de las mujeres o sólo de la mía?».

Por sorprendente que parezca, aquellos días Ted comenzaba una nueva relación con Brenda Hedden, la asistenta social de la familia. Los biógrafos de Wevill recogen su testimonio: «Nos mantenía a una agradable distancia: Assia, en Londres, Carol Orchard [la que sería su segunda esposa] en North Tawton, y yo en Welcome… Ted quería difundir el poder femenino, me decía que después de Sylvia, ya no quería depender de una sola mujer; creía que lo debilitaba y sofocaba. Nos tenía por orden de precedencia: Éramos las gallinas en el corral compitiendo por los favores del gallo Assia era la gallina jefa, yo la número dos y luego estaba Carol, y quizá otras».

Assia se quedó destrozada al enterarse de que Ted tenía relaciones con otras mujeres. Esto es lo que escribió en una página arrancada de su diario: «Es inevitable que la vida que he llevado termine así. Que tenga que verme suplantada (¡sub-plantada!) por otras». Su amiga Fay Weldon recuerda que se inscribió en una agencia matrimonial y tuvo citas con cinco o seis hombres. «Ser madre soltera a finales de los años sesenta era difícil en todos los niveles, y Assia tenía problemas para mantenerse a sí misma y a Shura. Le daba la impresión de que el tiempo le iba en contra, que se estaba haciendo mayor y ésa era su última oportunidad. Para una mujer tan despampanante como ella resultaba humillante tener que recurrir a una agencia, lo que permite medir el grado de su desesperación».

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Pero Assia siguió siendo fiel a Hughes, esperando sus cartas y sus visitas esporádicas de una manera obsesiva. Estaba bajo su hechizo. Él fue su salvación y su condena. Apenas han sobrevivido un par de fotografías de Assia, Ted y su hija Shura. En una de ellas, están los tres juntos y Ted sostiene en brazos a la pequeña. Poco se parecen esas fotografías a las que hay de Sylvia y Ted con Frieda y Nicholas. Ellos sí parecen una familia de verdad, como si por delante les quedara un futuro lleno de almuerzos en el jardín y paseos por el bosque. Pero Ted nunca consideró a Assia su mujer ni a Shura su verdadera hija. Nunca las cuidó, apenas vivió con ellas, siempre las tuvo a la espera.

Antes de suicidarse, Assia dejó escrita una carta para Ted, que desapareció misteriosamente, y otra para su padre, «Mi querido Vatinka»:

Créeme, mi queridísimo Vatinka, mi amigo, mi compañero en el exilio y la catástrofe, que lo que he hecho era necesario: no habrías querido otros treinta años de infierno para mí, ¿verdad?

La vida era muy emocionante al principio, pero esta muerte en vida era un precio demasiado alto para pagar por ello.

Gracias por toda tu amabilidad a lo largo de toda mi vida. Te he querido mucho, mi queridísimo padre, y no quiero que llores por mí. Créeme, he hecho lo que debía.

Por favor, no llores por mí, mi querido Vatinka, vivir era infinitamente peor…, infinitamente. He vivido una vida plena y bastante larga. Es necesario saber cuándo no hay más vida que vivir.

Quizá haya otro mundo, si lo hay nos encontraremos en él. Mutti, tú y yo. Fuisteis unos padres excelentes y los dos hicisteis todo lo que pudisteis por mí. Por favor, no creas que estoy loca o que he hecho esto en un momento de locura. Es una simple cuestión de contabilidad. Y no puedo dejar atrás a la pequeña Shura. Es demasiado mayor para que la adopten.

Adiós, Lonya. Padre. Mi pasado protector. Te echo mucho de menos. Adiós, queridísimo.

 

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Ilustración de Basura Especial.

 

 


 

Bibliografía

  1. Assia Wevill, Yehuda Koren y Eilat Negev, Circe, Barcelona, 2014.
  2. Ted Hughes: The life of a poet, Elaine Feinstein, Norton, New York, 2003.
  3. ‘La trágica tiranía del poeta laureado’, Lourdes Gómez, El País.
  4. ‘La otra suicida del poeta Ted Hughes’, Antonio Lucas, El Mundo.

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