La muerte quizá sea lo contrario a la política. Frente al frenesí, frente al anhelo y al conflicto, frente a la capacidad de introducir transformaciones en el mundo, la radical quietud. Frente al poder, su vanidad, que dirían los clásicos. ¿Qué se hizo el rey don Juan? Los infantes de Aragón ¿qué se hicieron?, cantaba Jorge Manrique en esas coplas que son, en realidad, una crónica política disfrazada de elegía.
Como en un mito extraño, en la última semana hemos vivido tres muertes.
La primera fue la muerte del adversario. La adversaria: que encarnaba en vida los males que mucha gente quiere combatir. En el relato, la suya fue la muerte negra, rodeada de sospechas, solitaria. Y, al mismo tiempo, la representación, en el discurso oficial de los poderes, de cómo la muerte limpia: todo difunto está libre de pecado, queda exento de culpa. Todo muerto es bueno.
Nos pone delante, también, la primera muerte, de la tensión entre persona y personaje: por la persona, la empatía con el duelo humano; por el personaje, la necesaria firmeza de ánimo para que la compasión no haga que la ausencia implique automática expiación de los daños que en vida no quedaron juzgados ni perdonados. Una reflexión que se materializó, en las instituciones y los periódicos, en la cuestión del minuto de silencio. Quienes no quisieron – no quisimos- cumplir con él, y participar en un homenaje implícito, fueron –fuimos – señalados como en falta con el necesario respeto ante el dolor. La acusación es falaz. No solo porque se mezclen ámbitos distintos: la persona y el personaje. También por la propia definición de lo que es homenajear. Respetar los símbolos es emplearlos en conciencia: si se está en cualquier homenaje, nada es verdaderamente un homenaje. Las oraciones las profana más quien las repite sin fe. La primera muerte mostró cómo el poder tiene capacidad de imponer a quien debe llorarse.
Aunque, también: Las dádivas desmedidas, / los edificios reales / llenos de oro, / las vajillas tan fabridas, / los enriques y reales / del tesoro (…) / ¿dónde iremos a buscallos? / ¿qué fueron sino rocíos / de los prados?
La segunda muerte fue la del ejemplo. Un hombre de vida digna, que encarnaba en vida una memoria en la que mucha gente se reconoce. En el relato, la suya fue la muerte natural, anciana muerte que activa los resortes del orgullo y el recuerdo. Muerte de quien deja palabras y un camino de huellas por seguir.
Aquí, los homenajes brotan por sí mismos. Hay quien más que un minuto de silencio merece muchos minutos de palabras. La segunda muerte mostró que cada cual elige a quien llora.
Así, con tal entender, / todos sentidos humanos / conservados (…) / aunque la vida perdió, / dejónos harto consuelo / su memoria.
Para equilibrar el mito y cerrarlo con un tino mágico o kármico o místico, la tercera muerte fue la del claroscuro. Una en la que nadie se atreve ni a homenajear sin nota al pie, ni a rechazar el homenaje.
Las vidas largas tienen la ambivalente suerte de dar cuerpo a contradicciones. Si uno muere tras los grandes logros, quedan limpios: perlas en la Historia. Si tiene la fortuna de poder ver esos logros derivar en el sucio traqueteo de la realidad, ocurre que la vida mancha. En la tercera muerte, la admiración no puede sino serlo admitiendo la complejidad: en ella reside el aprendizaje que llevarnos.
Pocos son, al cabo, a quienes se puedan aplicar aquellos otros versos: Estas sus viejas historias /
que con su brazo pintó / en juventud, / con otras nuevas victorias / ahora las renovó / en senectud.
Dice el cliché que la muerte nos iguala. Es cierto en la escala humana y materialista de que a la misma nada vamos todos. Pero tras este mito de difuntos en tres actos pongo en duda la mayor: también se puede ver a la inversa. La muerte no iguala las vidas: las cristaliza en su radical diferencia.
El otro día, en una conversación, llegábamos a un hallazgo curioso. Solemos emplear la palabra “relativizar” queriendo decir algo así como “rebajar la importancia de las cosas”. Pero, en sentido estricto, relativizar es poner en relación una cosa con las otras, con todas las otras, quizá. Y, así, puede ocurrir que al relativizar algo pierda importancia, correcto. Pero puede también ocurrir lo contrario: que al ser puestas en relación con lo demás, algunas cosas dejen ver su extremada importancia, mayor de la que solíamos darles.
Dice el cliché que la muerte todo lo relativiza: que ante su presencia todo se muestra en su pequeñez, en su poca importancia. Ved de cuán poco valor / son las cosas tras que andamos
y corremos, / que en este mundo traidor / aun primero que muramos / las perdemos.
Pero en esta semana de muertes públicas y notorias, se me ocurre que, a la inversa, si relativizamos con la muerte, bien puede cobrar cada cosa la brutal importancia de lo urgente. Comparado con la nada que nos espera, cualquier instante es una ocasión. Saber que tenemos la capacidad de hacer, y que ese hacer crea una diferencia en el mundo, es lo contrario de la muerte.
En cada instante nos jugamos si nos parecemos más a la primera, la segunda, o la tercera de las muertes de estos días. En cada paso nos jugamos cuál es la vida que quedará cristalizada cuando llegue esa nada radical que todo lo relativiza.