Un monólogo de Marie Curie

 

Ilustración de Rachel Ignotofsky.

Ilustración de Rachel Ignotofsky.

Oscuridad. Lentamente se enciende un candil. MARIE nos espera, arrugada por dentro y por fuera, sentada en una mecedora. A su lado descansa un bastón al que no hace caso. Hilando, habla al público como si la conversación hubiera empezado varias páginas atrás.

MARIE – Nunca supe explicarlo. Se trata de… calor. Saber que te encuentras tan cerca de algo, a punto de descubrirlo. A las puertas del hallazgo, de algo totalmente desconocido por el hombre.

No deja de mirar al público mientras le cuenta. Está ciega: mira y no mira.

Criaturas mitológicas. Fenómenos extraños. Tierra desconocida que la ciencia nunca ha dudado pisar. No tiene nombre, ¿lo sabían? Justo en ese momento, aquello que alguien está entonces a punto de rozar con los dedos, de descubrir para siempre y por vez primera. No tiene nombre.

Se levanta MARIE. Avanza lentamente, asegurando el espacio que pisa. Parecería que fuera a llegar al público, atravesarlo, avanzar hasta sus ojos.

La ciencia. Es la ciencia la que nos permite ponerle nombre a estas criaturas. La madre del saber, el grueso tronco que viste el árbol de la vida. Ese calor. Ese bautismo existencial es propiedad de la ciencia. Y yo casi puedo tocarlo.

 

Extiende la mano. No toca nada, claro, pero ella extiende la mano y perfila en el aire como si por un momento viera algo que no vemos, trazara la sombra de aquello que se nos escapa: así sería si fuera algo más que estos trazos en el aire.

Yo empecé en esto por amor. Trabajaba cada día con mi marido. Junto a él, más que trabajar, creía disfrutar de un regalo. Juntos nos sorprendíamos y compartimos apuntes y notas. Juntos descubrimos la esencia de las cosas que usamos día a día, y día a día me perdía yo en él. Me cuestionaba todo lo que ya sabía y, siempre juntos, nos revelamos. Me preguntaba cómo podían los átomos dar lugar a algo tan hermoso. Su mirada. Sus ojos, siempre encendidos. O lo que se encendía en mí cuando él me miraba.

Suenan las campanadas de un reloj. Antes las campanas anunciaban la muerte. Ahora cargan con la rutina de quien apuró sus días.

Éramos jóvenes y a la vez más que eso. Juntos éramos… un desafío. Había algo, una fuerza misteriosa que nos unía y nos hacía pensar que todo en nosotros era inquebrantable. Éramos hermosos, sí. Yo lo pensaba entonces, mientras pasábamos las noches en vela para poner nuestros nombres a la ciencia. Éramos hermosos…

Vuelven las campanas. Tal vez con más fuerza. Cae el dolor del tiempo sobre MARIE. Se levanta, se recompone.

Perdonen. Perdonen este ímpetu, casi de juventud. Como si yo fuera joven y estuviera todavía para eso. Perdonen…

Pedir disculpas, al menos esta vez, conlleva la derrota. MARIE vuelve a su butaca y su hilo. Con ella, la pérdida.

Ya no toca, no. Eso ya pasó, como casi todo. A él lo perdí, pero hicimos cosas bonitas juntos. Ese par entregado a la ciencia. Fueron buenos descubrimientos. No conseguimos traducir el canto de los pájaros, como nos habría gustado (Y sonríe. En esta vieja hemos visto, por un momento, una niña feliz). Mi sueño de infancia. Pero sí que conseguimos llegar a esa pequeña esencia que les permite cantar. ¿Cómo podríamos llamarlo…? Energía. Qué tiempos aquellos, cuando descubríamos cosas que no alcanzábamos a ver, ni a tocar, ni a probar. Comprendimos entonces que nuestras investigaciones habían ido más allá de los cuerpos, más allá del mundo material, de esta primera superficie en la que nos contemplamos.

Los recuerdos tienen alas y, por un momento, la hacen volar. MARIE se deja llevar por la sombra de lo que vivió antes de perderlo.

Notábamos el calor. Casi podíamos verlo. Un calor intenso que nos poseía. La sensación era extraña. Relajante. Tranquilizadora. Y a la vez quemaba. Casi parecía quemarnos, llegamos a pensar que habíamos alcanzado la fórmula del sol. Y justo entonces perdí a mi marido.

El rostro se tuerce. No podía ser de otra manera.

Es curioso cómo hasta las mayores pasiones ceden ante el miedo a la soledad. La soledad como mordisco y mordedura. La pérdida… Yo seguí investigando, pero ya no era joven y ese calor dolía cada vez más. Y me quedé ciega. Pero a pesar de haber perdido casi todo, me quedó el calor. Abandoné el laboratorio, las salidas a la calle y las visitas a casa, pero ese calor siempre ha sabido volver a mí. A veces me cogía desprevenida y otras sabía esperarlo. Seguí investigando en secreto, por las noches y a escondidas. No faltaba a mi cita con ese misterio.

Es lo que me queda de entonces, de mi juventud y mi marido. Logré descifrar parte de los misterios que se nos resistían y puse nombre a ese calor. Conseguí respeto, algo de renombre y dinero justo cuando ya no me servían para nada. Llegamos a este mundo pensando que tenemos que encontrar nuestro lugar y al final se trata de aprender a perderlo. Me había quedado sola. Sólo me acompañaba ese calor.

Un nuevo ataque. MARIE lo resiste y finalmente se incorpora.

A veces el calor desprende un gran torrente de luz. Yo lo noto porque me arden los párpados y me pregunto si no me habrá caído un rayo en los ojos. Algo se mueve en mis manos, vibra como un animal que se sabe presa. No creo que me abandone nunca ese calor. Es mío. Yo le puse mi nombre y me visita.

Aguarda MARIE y pronto llega la expectación. La ilusión y la sorpresa ante algo nuevo y esperado no tienen edad. Vuelven las alas, esta vez sin recuerdos. El calor en sus manos. El calor a sus manos.

Mírenlo. Aquí está mi calor. Ya viene.

Cae la luz sobre ella y juntas desaparecen.


El texto pertenece a Cartas (Anantes, 2014), un libro que recoge seis monólogos de mujeres heridas por la Historia. Anuladas por los tiempos que vivieron y sus cargas, quisieran contarnos sus secretos a los ojos como si fueran sus últimas palabras. La derrota de Cleopatra, Marie Curie y su ausencia, la frustración de una Mary Shelley ante la maternidad, la culpa compartida de Eva Braun ante el horror de Hitler, el peso de la belleza sobre Marilyn Monroe o la paz y el descanso en el río de Virginia Woolf.

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