Corresponsal en mi país

Mariña Sánchez Testas.

 

Mariña Sánchez Testas.

 

Cuando vivimos momentos interesantes, a menudo me pasa: desearía ser corresponsal extranjera, en mi país. Estar aquí para contarlo. Tener la estimulante misión de entender lo que está ocurriendo y traducirlo para quienes lo miran desde una realidad lejana no solo espacialmente sino también en el modo de concebir el mundo. Vivir los acontecimientos con ese desapego de los toros desde la barrera pero al mismo tiempo la adrenalina del estar donde hay que estar. Poder entregarme al asombro sin la farragosa carga de las pasiones heredades. Ejercer la fenomenología de quien no entiende nada.

Estos días, me gustaría mucho ser una enviada especial en Cataluña. De vez en cuando, para intentar pensar con un poco más de aire, me pongo en la piel de esa alter ego afortunada a la que un medio responsable de un país que aún cuide a su prensa habría mandado a enterarse de qué se cuece por aquí. Habría aparecido, imagino en mi fabulación, en la Barcelona del 1 de octubre. (Porque así son las cosas en este oficio –o debería más bien decir en esta industria–: una aparece siempre in media res). Supongo que lo primero que haría sería escandalizarme porque esto esté pasando aquí, en mitad de la vieja Europa. “¿En qué clase de país he caído?”, me preguntaría quizá, algo asustada entre las cargas policiales en colegios electorales. “Yo pensaba que España no era así”, me diría mientras contribuía con mi tecleo apresurado a las portadas internacionales sorprendidas del dia siguiente.

Me figuraría quizá entonces (porque la inseguridad y la culpa son transfronterizas para las jóvenes reporteras) que era yo la que no me enteraba. Que algo se me tenía que haber estado escapando en todos estos años. Que en realidad, esta esquinita del sur de la UE venía albergando todo el tiempo en silencio un Kosovo, un Sahara, una sufrida Palestina en ocupación y represión totales. Y me pondría a buscar los signos. Quiero pensar que sería lo suficientemente avispada para encontrar un montón de vulneraciones de los derechos humanos… en España entera. Quiero pensar sabría encontrar e interpretar fronteras y con CIEs, prisiones y comisarías, leyes mordaza, rutinas de silencio. Y que sabría ver también toda la otra violencia. La económica, la estructural, la de género.

Quizá me preguntaría entonces si lo que ocurre pudiera ser no tanto que los catalanes vivan una situación excepcional de represión respecto al resto del país, sino más bien que hayan respondido a ella de otra forma. Y buscaría, claro, las razones, en un tejido de lo histórico y lo socioeconómico. Repasar el devenir reciente del Procés me sorprendería, supongo. “¿Entonces, la cosa es que había un estatuto autonómico con ciertos privilegios comparativos votado democráticamente y que luego el Estado central lo echó atrás, y por eso todo se recrudeció, y rápidamente llegaron aquí?” Francamente, no me sería fácil entenderlo. Y el espacio reducido de las crónicas diarias tampoco me daría para indagaciones históricas mucho más amplias. Me quedaría quizá con esa vaga idea de una Historia propia que tampoco sabría diferenciar muy bien de la del resto de regiones de un país cuyo árbol genealógico se me aparecería lleno de mestizajes.

El día de la declaración de independencia se me habría pasado volando, en una sensación de irrealidad arrasada por el tecleo voraz de actualizaciones informativas. Puede que al llegar la noche, tomando una cerveza en algún bar demasiado turístico para mi gusto, me asaltara la sensación de que siempre habría pensado que, si vivía algo así, tendría un aire mucho más épico, y no el tono entre burocrático y teatral de las votaciones parlamentarias.

Quizá me mandaran uno o dos días a Madrid para una nota de color. Ante el despliegue de banderas, la impresión de un nacionalismo español armado y fuerte sería seguramente inevitable. Supongo que dependiendo de cuál fuera mi país de origen leería esto de una manera o de otra. No tendría necesariamente nítidos ante los ojos los referentes que nos da a quienes crecimos aquí la visión de la rojigualda. Así que a lo mejor intuiría que quienes enarbolan estas banderas lo que están es protegiendo una ilusión de seguridad. Me parece que pensaría más en las neoderechas de los países vecinos que en la vieja derecha que nos aterra aquí. Vería clases populares confusas situando al enemigo en un otro que no es la causa ni de su precariedad ni de su incertidumbre, como suele pasar. “Ah”, me diría, “al final la historia es siempre la misma. Peones librando la guerra del patrón. Entre tu pueblo y mi pueblo / hay un punto y una raya (…) / para que mi hambre y la tuya / estén siempre separadas”, que dice el poema de Aníbal Nazoa. Vaya por dios”.

En el tren de vuelta a mi cuartel general catalán, Google mediante, indagaría en la pregunta de quiénes son, entonces, los beneficiados de este entuerto. Gurtel, vería, 3%. Vería el extraño baile de partidos, las componendas de élites. Me empezaría quizá a dar la sensación de que en esta fiesta todo está muy bien cuadrado y a nadie le interesa demasiado que la cosa cambie. Si tuviera suerte y encontrase en el camino a algún hada madrina de las explicaciones, a lo mejor alguien me hablaría de la transición y Euskadi. Ojalá atase cabos. Ojalá diera en pensar que lo que está en juego en este país es que se dé o no la posibilidad de un nuevo proceso constituyente.

La petición de asilo del President en el extranjero acabaría de darme la sensación de delirio colectivo exacerbado, de descarrile. Pensaría en los refugiados que este país no acoge y la simpatía se me iría agotando, probablemente. Y con la entrada en prisión de los miembros de un Gobierno elegido democráticamente, juzgados por estar detrás de movilizaciones y referendums, lo que pensaría es que esto se parece al comienzo de una película muy inquietante: una en la que la trama la tejería el modo en que una distopía se gesta sin que nadie parezca darse cuenta de la gravedad de los pequeños pasos que se van dando hacia el horror. “¿Dónde vais a llegar antes de decir basta, gente de España?”, me diría, luchando contra la inquietante sensación de que, cuando las cosas enloquecen, todo para a ser posible, y que nada nos asegura que la Historia no pueda dar pasos atrás, giros que creemos imposibles.

Sería fantástico, porque como corresponsal podría hacerme un montón de preguntas la mar de inocentes. Al fin y al cabo, cuando un país no es tu país nadie espera que lo sepas todo. “¿Por qué a toda la izquierda aquí le cuesta tanto decir que no es independentista?”, por ejemplo. O: “¿Qué carajos hace un partido anticapitalista aliándose con un partido de evasores fiscales?” O también: “¿Por qué todos los partidos españoles parecen tan perdidos y a la vez tan agobiados, como si todo se jugara aquí?”

No es que tuviera que ser yo, pobre corresponsal de sabe dios qué medio, quien le pusiera el cascabel al gato, pero quiero creer que me preguntaría por qué casi nadie señala al emperador desnudo.

Ah, me gustaría tanto ser corresponsal en mi país, ahora mismo. Poder vivir todo esto con la curiosidad estimulante de quien tiene que entenderlo para traducirlo, y no con esta triste sensación de que, mientras todo se desmorona, tenemos ya la mirada demasiado viciada como para poder ni siquiera contarlo.

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