Rutinas y cosas extraordinarias

Ahora que la legislatura ha comenzado, el Gobierno ocupa sus sillones y el otoño se ha estabilizado lo bastante como para dar una tregua con aquello de los catarros, el Congreso parece entrar en lo que, nos dicen, es su “normalidad”. Recuerdo un día en que un programa de la tele repasaba cuántos días de trabajo efectivo habían tenido los diputados en equis meses. Salían muy pocos, claro. Sin ánimo de discutir el hecho irrebatible de que, en efecto, es altamente probable que muchos de los habitantes de la cámara se hayan pegado una señora buena vida en los últimos lustros, la comprobación me parecía falaz. Y me lo parecía porque la unidad de medida tomada era una que no se ajusta a la realidad: los días de pleno.

Los días de pleno son la parte más fácilmente visible del trabajo del Congreso, su cara reluciente que sale en las noticias y escenifica pactos y rebeldías, agendas y despropósitos. Pero, evidentemente, no representa más que una mínima parte de lo que ocurre ahí dentro. Lo que ocurre ahí dentro se parece, a nuestros ojos de novatas, mucho más a un hormiguero que a un pavo real. Es sorprendente el ajetreo que puede recorrer los pasillos un día cualquiera. Los diputados mantienen reuniones, se encuentran en comisiones, redactan informes, negocian matices. Para que eso ocurra, además, hay mucha gente haciendo muchas cosas. Todo un pequeño terrario de informáticos, periodistas, técnicos, letrados, ujieres, asistentes, administrativos, escoltas, bibliotecarios.

En ese runrún imparable de cosas que se hacen sin ser vistas pasan nuestros días, en una curiosa alternancia de rutinas burocráticas y de momentos que se categorizan en la casilla «cosas que no creí que viviría».

 

Este miércoles, por ejemplo, amanecía con una agenda endiablada. En el plan de trabajo de nuestro equipo de comunicación (que cada noche intenta cual Sísifo prever esquemas de prioridades y repartos de tareas en un mundo tambaleante de imprevistos), una veintena de ítems auguraban uno de esos días que se miden en cansancio. Pero, como suele decir un amigo, si algo es susceptible de empeorar, empeorará. Mientras pugnaba por salir de casa, la primera llamada anunció el primer giro de guion. Que resulta que el Gobierno había pensado que ya que había tenido que despojarse de Fernández Díaz (tomémonos su nombre así como el de un animal mitológico, símbolo de males sabidos y por por llegar) en el reparto ministerial, iba a ver si lo encasquetaba de vuelta por la vía de la presidencia de una comisión parlamentaria.

 

¿Qué implica esto para una chica como yo, en un sitio como este? Pues, por un lado, implica cosas que no creí que viviría: pensar cómo se hace para plantear que un compañero compita con él por ese  puesto. Pero, en el sentido más práctico implica rutinas a todo correr: llamadas y llamadas, notas de prensa exprés, reparto de tareas nuevas, turnos de guardia ante la puerta de una sala cerrada. Implica quedarse varada en medio de un pasillo, trajinando enfrascada en el móvil hasta el punto de no ver venir a la jefa de los ujieres, furiosa, a echarme una buena bronca: ¡¡No puedes sentarte en una mesa, mujer!! No me había dado ni cuenta, pero seguramente mi postura de concentrado indio cherokee sobre un escritorio no le pegaba mucho, efectivamente, ni al momento ni a la casa.

 

Mientras, se trata también de mantener en mente todo otro puñado de cosas que están sucediendo. En algún lugar del edificio, los diputados que trabajan en la cultura están hablando sobre cine y sobre derechos de autor, y alguien debe ocuparse de saber en qué para la cosa. En otra sala, nuestra chica de León recibe a despedidos de una gran compañía agrícola, y habrá que hacerle fotos. Acullá nos cuentan que, en pleno revuelo, casi nos cuelan a un nuevo ladrón entre quienes tienen que gestionar la tele pública, y se vuelve urgente intentar que todo el mundo lo sepa. Y, de pronto, el teléfono arde en una alerta imprevista: ¡que resulta que después de haber logrado que no presidiera la comisión de Exteriores, están intentando que el ínclito Fernández Díaz se ponga al frente de la que regula el Tribunal de Cuentas! Mientras corremos por las escaleras para organizar nuevas declaraciones a los medios de otro portavoz – yo agarrada a la barandilla para no resbalar cuatro pisos por el mármol- me permito la frivolidad de preguntarme cómo hacen su trabajo las jefas de prensa que visten tacones.

 

Rutinas y cosas que no creí que viviría: así se va tejiendo el hormiguero que, en definitiva, constituye el trabajo de La Institución. Cuando pienso en él, y en el modo en que articula nuestros días y los totaliza (haciéndonos a veces casi olvidar que la vida está afuera), se me antoja que vivimos en una extraña versión del mito de la caverna. De algún modo, la representatividad que implican los cargos electos se traduce también en un cierto modo de articular el trabajo en niveles que se alejan progresivamente de lo real para irse acercando a la televisión.

 

Está por un lado lo que se hace realmente, en la calle, lo que asociaciones y particulares trabajan y hacen matérico. La obligación del Parlamento es recoger sus demandas y sus propuestas, recibir a sus representantes: y aquí tenemos el primer nivel, que es el que se teje cada día en el hormiguero sin ser visto, a base de reuniones y llamadas. Lo que importa ahí es la criba: mientras unos hablan con lobbys y obispos, digamos por caso, otros pueden recibir a activistas y a trabajadores. Esto es lo que no recogía el recuento de aquel programa que contabilizaba días de trabajo de los diputados: y sin embargo, lo que más interesaría dejar ver, porque es el modo en el que los políticos interlocutan con lo que realmente ocurre. El segundo nivel es en el que eso recogido en las conversaciones se lleva a comisiones y espacios de trabajo para ser debatido y negociado entre partidos: un toma y daca de concesiones y líneas rojas que ponen en marcha la rueda del poder legislativo. Algo de esto ya sí empieza a interesarles a los medios y llega por tanto a los ojos y orejas más atentas, pero, aún así, tengo que confesároslo: casi nunca lo más interesante. Es solo el tercer nivel el que invade nuestras pantallas: el de lo que en cada caso se decide llevar al pleno para que los portavoces más visibles hagan con ello un debate público desde las tribunas. Ahí están los temas de actualidad, las agendas políticas, lo que se quiere hablar y hacer hablar. Pero, como sucede en todas partes, no os engañéis: el entramado real va por el subsuelo.

 

Al fabular esta caverna nuestra, y fabularla además vinculada al debate que la organización en la que trabajo anda teniendo entre la calle y las instituciones, no puedo evitar pensar en unos versos de Martha Asunción Alonso. Esos en los que dice – hablando en su caso de la poesía y del grafitti- que “la diferencia que existe / entre el papel y el muro / es la misma que existe entre decir / y hacer”. Para que todo el papel que se mueve en el hormiguero cada día no sea papel prematuramente mojado, el tránsito entre dentro y fuera de la caverna debería ser nítido. Que todo decir ancle sus pies en el hacer: escribir siempre en los muros. Que no se diga nada que no pueda ser hecho.

Recordar que decir “hemos logrado que Fernández Díaz no presida nosequé” quiere decir “es una vergüenza lo que habéis hecho, y ni perdonamos ni olvidamos ni lo vamos a permitir más”.
Que decir “queremos que comparezca ante el pleno el presidente de Gas Natural Fenosa” quiere decir “hay gente que muere por algo evitable, ¿dónde están los mecanismos para que deje de ocurrir?”
Que decir “mañana se reúnen doce comisiones” quiere decir “hay no menos de una veintena de temas en los que podemos intentar mover un poco el marco de lo posible”.

Hasta los días más largos terminan, y la tarde cae preparando, para el siguiente, una paradoja. El Congreso celebrará lo que llaman apertura solemne: los reyes visitan la Cámara para dar el visto bueno simbólico al comienzo del curso del hormiguero. Justo antes de venir a esa fiesta de besamanos y reverencias, estaremos en otro lugar: apoyando a algunos compañeros que son juzgados por cosas que pasaron, precisamente, en una manifestación republicana. Como en un flashforward os avanzo la imagen de nuestra mañana del jueves, sentados – aquí sí- sobre las mesas del despacho más grande, comentando con perplejidad el paseo de las infantas y los tweets graciosos de nuestros diputados menos protocolarios. Rutinas y cosas que no creí que viviría. Pero eso será mañana: en la noche del miércoles las mesas que nos acogen son las de la cafetería del Congreso, que es ahora un paisaje conocido en el que tomamos cañas y hacemos resonar carcajadas que aún no han dejado de producir sorpresa entre la vetusta parroquia, poco acostumbrada a lo que simplemente se deja fluir sin guardar las formas.

De pronto, empiezan a sonarnos los móviles: ¡Hostia, que al final a Fernández Díaz sí que le han dado una comisión! ¿Qué narices es esto de “Peticiones”?

Cuando nos vamos yendo, me cruzo en la puerta con una periodista. Le pregunto: ¿Pero y a santo de qué esto? ¿Para qué le sirve a él estar en eso que ni se sabe lo que es?
Me responde como quien habla con un marciano: ¡Laura, por dios! ¡Qué va a ser! ¡El dinero!

La puerta de los leones está ataviada esta noche con un extraño dosel de terciopelo granate, esperando a los reyes, pero casi no la veo, enfrascada en el móvil para variar. Mañana será otro día de rutinas y cosas extraordinarias. Dice también el poema de Martha Asunción que “ la gran diferencia entre el papel / y el muro” es, en realidad “la misma que existe entre DECIR / y AMAR”.

Pienso en las razones de Fernández Díaz y se me ocurre que, a lo mejor, se trata de eso.

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