Imprescindibles: Daniela Astor y Las Colocadas

 

 

 

 

 

 

 

Hubo un tiempo en que la ansiedad erótica de un país se condensó en imágenes de chicas. Revistas, películas que mujeres jóvenes habitaban siempre en posición de pin up cotidiana: ella sale de la ducha, ella habla por teléfono envuelta en la toalla, ella se toma una copa en la barra, vistosa y expectante como una flor en un vivero. A su alrededor zumbaban presencias masculinas identificables como propias para el espectador español medio. Aquel tiempo se llamó destape. He descubierto, abrazados, dos relatos sobre el destape: la película «Las colocadas», de Pedro Masó (1972) y la novela Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013), de Marta Sanz. Yo declaro a ambas bienes de interés cultural, injustamente (des)consideradas, cruciales para comprender la Herstoria de España.

 

Daniela Astor y la caja negra se llama así por un buen motivo. Esa conjunción separa las dos líneas que conforman la novela: primero, la narración de Catalina, una niña de los años 70 que se inventa el nombre de Daniela Astor para jugar a las divas, a semejanza de lo que veía proyectado en pantallas y páginas, y que incomodaba a su madre mientras rebozaba rodajas de merluza en la cocina; bajo el firmamento de actrices y modelos, una mujer “normal”, trabajadora fuera y dentro de casa, casada, afronta la gestión de los cuidados, y en un momento dado pone esta gestión en crisis, para pánico de los demás. Y, segundo, la caja negra, porque en paralelo a la historia de recuerdo infantil la voz narradora despliega ante nosotros un proyecto de guion para un documental sobre el destape: apuntes, entrevistas, fragmentos que caen en esa caja negra y por sí solos completan la panorámica. Un capítulo sobre las pujas en Internet por las portadas de Interviú, una reunión de datos sobre el caso Sandra Mozarovsky, una transcripción de una reciente entrevista a Bárbara Rey en Sálvame, el encuentro de un rendido Rafael Reig con Amparo Muñoz. El acierto de alternar estas dos líneas reside en que la mirada infantil de un lado permanece, de alguna manera, cuando cruzamos y pasamos a la historia de estas divas convertidas en juguetes. En ambas partes existe una especie de inocencia que se acercó a la sexualización; en el caso de la niña Catalina/Daniela esa inocencia acompaña cotidianamente a la madre que saca adelante las tareas domésticas, las noches con fiebre y las premuras del reloj, pero que también toma decisiones que requieren inmensa valentía y que se atreven a quebrar la expectativa circundante. En el caso de las divas, el método de la narradora logra comprender la ambigüedad de una exposición tramposa para estas mujeres, una relación con el poder reversiblemente peligrosa, y se pregunta por la evolución del imaginario erótico femenino en nuestra cultura, y cómo ha cambiado la manera de percibirlo y encarnarlo por parte de las artistas.

 

La película «Las Colocadas», en realidad, se realiza justo antes de la eclosión del destape, pero yo diría que merece entrar en la caja negra ideada por Marta Sanz. Escrita por Pedro Masó y Antonio Vich, es precursora de este nudo entre placer y peligro que -hasta ahora- ha amenazado siempre toda aparición pública sexualizada de una mujer. Accedí a esta película por casualidad, una tarde en el canal 8madrid, donde habitualmente circulan películas españolas olvidadas pero a menudo fascinantes por diversos motivos. Las Colocadas es una de ellas. El título puede llamar a equívoco: aquí no se habla de drogas. Las colocadas son las amantes estables de un hombre casado, “colocadas” en un piso. Son Julia, modelo, interpretada por una Teresa Gimpera rotundamente carismática, una especie de Catherine Deneuve simpática y amorosa; Charo, a cargo de una Tina Sáinz entre la primera Audrey Hepburn y la Vilma Dinkley de Scooby Doo, un dibujo animado pizpireto y menos sufrido que sus compañeras. Y por último, Carmen, artista flamenca, interpretada por La Contrahecha. ¿Quién conocía a La Contrahecha? Pues resulta que todos los que vivieron los 70 la recuerdan perfectamente. El nombre artístico de Encarnación Peña era irónico, por su indiscutible belleza. Su presencia pública fue fugaz, pero popular por lo que compruebo en conversaciones y gugleos -y también, permiso para entrar en la caja negra de Daniela Astor: portada de Interviú, y ensalzada insistentemente por su belleza-. En Las colocadas, el personaje de La Contrahecha es el punto de fuga hacia el que convergen discursos y conflictos, la que experimenta un malestar más evidente.

 

 

 

 

Desde la presentación inicial de los personajes, ya en los títulos de crédito —por favor compruébenlo ustedes mismas, y disfruten del estilo de estas tres mujeres— la película elige la hipótesis de partida. Por estética, por actitud, son “chicas modernas”, aparentemente —la película subrayará esto— en control de la situación. Y por supuesto guapas, y sexies, y a menudo en minifalda o envueltas en la toalla. Hay algo en común con Cómo casarse con un millonario (1953), donde Lauren Bacall, Betty Grable y Marilyn Monroe compartían piso y se imponían con disciplina el objetivo que describe el título, hasta que el amor y el humor desviaban sus convicciones. Pero a diferencia de este antecedente, aquí se sufre. Sobre todo las enamoradas de sus hombres: Julia/Teresa Gimpera y Carmen/La Contrahecha. La primera, trazada por el guion como una mártir del amor, solo quiere el bien de su amado, al que entiende como víctima de un matrimonio indisoluble. La segunda no soporta la situación, e intenta manejarla con diferentes estrategias. En cambio, Charo/Tina Sáinz ha establecido un intercambio tácito con su amante, un señor de Trujillo que viene periódicamente de excursión a Madrid -Antonio Ferrandis, toque cómico de la trama-, y que no tiene tinte romántico sino económico, más cerca de la Betty Grable de Cómo casarse con un millonario. Sin embargo hay algo que aleja a Las colocadas de este referente, y que es lo que me ha cautivado: la película pasa el test de Bechdel. Por los pelos, cierto; pero sí es cierto que entre crisis adúltera y crisis adúltera Charo, Carmen y Julia conversan, salen a divertirse, se dan apoyo. Carmen enchufa las luces de Navidad mientras Charo hace saltar los plomos para cocinar un pavo en el horno. Ese es un momento bello y cinematográficamente poco frecuente de convivencia femenina, justo antes de que llegue Julia, atravesada por la desgracia.

 

Importante mencionar también a las señoras -como en el temazo musical de Rocío Jurado, aquí partimos del lado de “la otra”-, interpretadas por una María Asquerino y una Gemma Cuervo cuyas escenas revelarán contradicciones de clase y asunciones de derechos y deberes preestablecidos, incompatibles con la alegría o la sinceridad. Ese también es un acierto de la película: existe una víctima clara, elegida por el guion como catalizadora de la crisis, Julia, pero los demás también padecen el orden de las cosas. Los personajes de ellos -Luis Dávila, Alberto de Mendoza- operan también entre el privilegio de poder flotar por encima del conflicto, o elegir una versión de los hechos —interesante el momento en que los personajes de Luis Dávila y La Contrahecha hablan del embarazo no deseado de Julia/Teresa Gimpera y él dice algo así como “Estas cosas no pasan si uno pone cuidado”, lo cual exaspera a Carmen—, y reconocerse corresponsables de la tragedia —el rostro final de Alberto de Mendoza—.

 

El aborto es central en Las colocadas y en Daniela Astor y la caja negra. Y de nuevo aquí se abrazan ambas obras. El embarazo accidental como error propio de incautos, incompatible con lo deseable y exitoso, aparece también en la novela de Sanz:

“Vuelvo a tener ganas de llorar, pero la indiferencia de Daniela Astor respecto al problema de mi madre me paraliza. […] Sin que abra la boca, puedo escucharla mientras me dice: “A mí nunca me hubiera pasado nada de esto”. Porque Daniela Astor es maravillosa. Caga oro”.

 

A la cuidadora pluriempleada sí le ha pasado, y no quiere asumir una nueva criatura a su cargo. En las dos obras el aborto recibe su castigo. En Daniela Astor, penal.

 

 

 

 

 

 

“Estaba trabajando en la novela, analizando la mirada de los hombres sobre tantas actrices que hemos tomado como modelos, intentando reconstruir una historia sentimental de la Transición a través de las vivencias de quienes éramos niñas en ese momento, cuando se planteó el recrudecimiento de la actual ley del aborto con los cambios que quiere introducir Alberto Ruiz-Gallardón. Y eso influyó mucho en la parte final. A partir de ahí empecé a rescatar esa mirada tan sórdida sobre el aborto, asociada durante tanto tiempo a lo sucio, incluso a la brujería. La novela trata el caso de una mujer que decide abortar porque sí, porque ya tiene una hija y no desea tener más. La suya no es una situación límite, no existe la tan requerida justificación. Y eso es algo que sigue chocando, que plantea un dilema moral incluso a personas progresistas” (Entrevista a Marta Sanz en nuevatribuna.es )

 

En el aborto de «Las colocadas», en cambio, hay un trasfondo moral, conectado también a referentes anteriores como «El crimen del padre Amaro» de Eça de Queiroz (1875), en el que el trágico final señala la culpa.  Tras el absoluto rechazo del corresponsable del embarazo, Julia/Teresa Gimpera, elipsis narrativa mediante, se convierte en un cuerpo tembloroso y agonizante, consecuencia de un aborto clandestino mal practicado. Y Carmen/La Contrahecha se decanta finalmente por una resolución: irrumpir en el guateque privilegiado de los adúlteros como ángel anunciador vengativo. Y Así, Carmen/La Contrahecha se convierte en punto de fuga, después de la obvia moraleja. Julia/Teresa Gimpera se ha inmolado. Charo/Tina Sáinz, la única que no trabaja de las tres, que no está enamorada y que no aspira a una verdad entre ella y su hombre, se resigna. Pero Carmen coge el coche y marcha hacia el horizonte, en un final abierto, plano de la gran ciudad que sabe a interrogante, a una imposibilidad de continuidad: esa estructura de maridos, mujeres y colocadas no puede durar mucho más. Esa chica moderna que planteaban los títulos de crédito – que trabaja, que se expresa y que cultiva sus amistades- no puede conformarse, y se encamina, quizá, al año 78, el año de Daniela Astor, donde seguirá teniéndolo difícil para emanciparse. Pero estaba en ello.

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